28.3.11

Cristal.

El mundo gira, y cómo gira nos da igual. Más deprisa o más despacio, a la derecha o a la izquierda. El mundo gira pero nosotros no nos damos cuenta. Vagamos de un lugar a otro buscando lo único. Buscando perlas entre la arena, lluvia dónde siempre ha habido sol. Buceamos en el conocimiento y nos erigimos dueños de los secretos. Agujereamos la atmosfera y sonreímos embobados. Y si notamos que el tiempo pasa deprisa encendemos la televisión y desangramos nuestras neuronas. Cada mañana aspiramos a que los analgésicos sigan siendo capaces de hacernos olvidar, que calmen la sed que provocan determinadas heridas.

Los libros son cosas de locos, los poemas historias de terror. La luz de la lámpara no brilla, los espejos nos revelan lo que somos. Y somos iguales y también distintos. Similares y opuestos. Ecos distintos de la misma canción entonada. La ignorancia nos mece como el opio. Deseamos lo que desean otros, nos tienta lo que a otros les tienta. Y el dolor, el dolor siempre acaba asustándonos, mandándonos callar como el grito de un superior. Nos hace bajar la cabeza.

Nos perdemos en nuestros propios laberintos, nos creemos cualquier cosa que diga alguien que dice que sabe de lo que habla. Seguimos a las masas, chocamos escaparate con escaparate y no escapamos de su canto. El amor es un cuento, una estrategia publicitaria. El orgullo un virus. El miedo algo que corroe como la hiedra que aniquila los árboles del bosque. La muerte es la única certeza, el conocido al que si vemos no saludamos, es un martillo de hierro.

El claxon de los coches, las fabricas creando nubes negras, el cielo llorando ácido sulfúrico, las ballenas con sus estómagos llenos de barcos de papel. La vida está metida en frascos de niebla. Y todo envuelto en el atronador rugido de los reyes de nadie. Las horas pasan, los vasos se llenan con un líquido que nos traga, los segundos queman y los cigarrillos piden entre chillidos pulmones a los que mudarse. Y cuándo ya no hay nada más que decir, rostros malditos aparecen y se llevan a golpes la ilusión. Nos ciega la soledad, nos atormentan las decisiones.

Y todo esto se ve desde la venta, el cristal se empañaría de malestar si fuera capaz de ello, los rayos caerían hacía arriba, la Luna solo menguaría. Todo esto se ve desde la ventana, rebaños de ridículas puestas en escena, de retahílas de comentarios desafortunados tiñendo todo lo que rodean con la incomprensión de los demás. Y si sueñas con toparte con una mirada asesina, no te asustes si se te para el corazón. Si se te para al descubrir que nada es cierto, que nada es lo que parece. Si se destrozan los latidos al saber que dar marcha atrás es inviable, que olvidar es imposible. A veces lamentarse es lo único que pisamos al pisar los charcos, a veces lamentarse son las mantas que nos arropan.

Y nos preocupan más los estrenos de cine, que cada nuevo grito que se escucha a lo lejos. Y sin embargo, no me quiero levantar del sofá. No quiero fingir que algo ya me importa. Adicto a andar al borde de los precipicios, a mirar cómo se disuelve el arcoíris. Pegando la cabeza al cristal de la ventana y está frío. El ruido de fuera llega frágil, como la llama de una vela, como verse rodeado de dudas. Y el ruido de fuera es el de siempre. El silencio del que prefiere estar callado. La respiración de un mundo con fiebre, saqueado y roto, triste y marchito.

Desde la ventana hacia fuera la música perdió su magia, los gatos callejeros las ganas de dormir al raso, mil personas la cartera, mil fantasmas sus ganas de asustar. De la ventana para dentro el infierno pide clemencia. El teléfono no suena, hay fuego para todos los comensales. Lámparas de araña colgando de las costillas, montañas de veneno, horas muertas y enterradas, áridos campos de esperar a que germine una inspiración que nunca acude cuándo se la llama. Un amanecer cosido a la lengua, una pluma que no pinta, un colchón que se queja.

26.3.11

Locura al otro lado del universo.

Cada sentimiento encerrado en el vacío, cada dolor de huesos, cada triste espera. Las horas pasan y no sé qué decirle a nadie, no entiendo cómo romper la vida en trozos, como seguir en estado de espera. Las horas pasan y yo me siento más débil, más indeciso, tantas nubes de hojalata y yo con mis “ojalas”, con mis “nunca esperes”, con mi miedo a la espera, con mi música de fondo. El sueño empieza, germina, me aterra. Y no sé qué contestarle a tu reflejo, siento su ira, siento su aburrimiento, pero no sé qué decir, mejor no decir nada, mejor callar.

El mundo gira y me arrepiento. Me arrepiento de tantas cosas, de tantas palabras dichas, de tantas cosas escritas. Me arrepiento del no saber qué decir, del esperar eternamente, de rezar a oscuras. Me alegro de tanta poca consistencia, de medio mundo en llamas, de sonrisas de repente. Siento la electricidad estática, las voces, la envidia, el tedio. Siento las estalactitas en la lengua, el sonido de las olas, el ruido. Tanto ruido. Tanto ruido que estorba, que corroe los huesos, que regala miseria. Y la miseria, al no saber dónde estar, está en todos lados: en algún secreto, en cada barrio, en cada azulejo.

Y si me dejas a solas esto es lo que pasa, un huracán de tinta, un rio de sorpresa, un desafío incompleto. Las palmas de la mano me arden, la Luna me dice que pare al oído, el mundo es tan pequeño que me cabe en el bolsillo. Pero algo no está, no sé qué es lo que pasa, todo gira, todo tiembla. El sueño avanza, pero aquí estoy, a merced del clima, de la lámpara, de las ganas. La luz ciega, no escucho nada, todo es vacío. Pero una música suena, casi en la lejanía, casi por dentro de la piel. Una luz ciega, una música suena, un manantial de incertidumbre.

Camino solo, aunque sea por un rato pero solo. El color rojo cae. Cae y hace daño, tanta sangre tiñe el agua, tanta sangre difumina el alma, pero el corazón ignora. Ignora tantos problemas, se centra en otras cosas, en ser el centro. El color rojo cae y salpica. Salpica en las manos, salpica en la piel. Y deja huella, como al pasear por la arena, como al pisar barro.

Y dicen que al final nada queda, pero en mí quedan muchas cosas. Quedan todas aquellas miradas. Miradas que aún laceran la piel y el alma, que se impregnan de ganas de recordar, que están por todas partes. Me queda la zona contaminada que surgió al contacto con tu lengua. Me quedan todas aquellas horas muertas en pensar. En pensar en cada mentira, en que tus palabras son de cristal, en que tu contacto solo es ceniza. Y tu contacto es lo de siempre, quemaduras en la piel, demasiados rodeos. Y tantas palabras, tantas palabras que mueren con el contacto del parabrisas. Tantas brisas sin ti que para mí son solo viento. Tantas mañanas que no existen, tantos sueños que solo son pesadillas. Tantas lágrimas que no recuerdo haber llorado, tanta inconexión, tantos acentos, tanta falta de algo que no sé describir.

Y miro al suelo cada vez que camino, al otro lado la gente pasa deprisa. Tintinea la lejanía, dejando un rastro de palabras muertas, dejando la vista cansada, dejando el espíritu a la deriva. Tan cerca y tan lejos. Tanto espacio para luego tanto vacío. Tantas tinieblas en mi edredón, tantas preguntas sin respuesta. Y ¿de mí que queda? Los huesos rotos, los sueños por el suelo, los sentidos sin sentir. Y ya no siento, no siento este mal clima, no siento tu presencia, no siento tu aliento. No miro, fuera está lloviendo, fuera todo es fuego, fuera es demasiado lejos.

Demasiado lejos. Como un millón de estrellas a la redonda, cómo otra persona que sea como tú, como tus labios, como el horizonte cuándo intento agarrarlo con mis manos. El mundo se me viene encima, la Luna ya no sabe dónde esconderse, y solo queda una noche, una vela, un susurro, un adiós.

12.3.11

Vida&Muerte

-Dime ¿Qué me vas a decir a cerca del mal tiempo en los huesos? ¿De las historias de tanto carmín y tanta sangre que no se distingue el color rojo? ¿Qué me vas a contar de las heridas invisibles, de los cristales rotos, del silencio en las venas? ¿Qué me vas a decir que no sepa ya de ti? Si eres rabia, si eres locura, si eres muerte. ¿Qué me vas a decir que no deteste, que no soporte? ¿Qué me vas a decir que me emocione? ¿Qué me vas a decir para convencerme de saltar al vacío, de morir en tus brazos, de estallar para siempre?...

-Deja de mirar atrás,- contestó- deja de sentir el mundo como si no fuera parte de ti, cómo si una estrella entre la multitud del infinito no te perteneciera, cómo si tú tampoco sintieras este hambre que nos condena, esta lucha eterna que nos enfrenta. Este devenir de catastróficos sucesos que nos envuelve, que nos sepulta, que nos une. Ven, y destrocémonos el cráneo, mezclémonos con las sabanas hasta que nuestras pieles sean tejido y fuego. Escúchame, sígueme, desaparezcamos.

-No te creo, no te quiero escuchar. Cada vez que hablas la Tierra me traga y se atraganta con tantas penas. No me sirve la alegría, tus ojos me envuelven y me destrozan, tu perfume me altera y me calma, me atrae y me expulsa. No puedo confiar en tus palabras, en tus hechizos. No quiero escuchar, no quiero recordarte ni quiero perderte. No quiero seguir tu estela, no quiero chocar contra las rocas. No quiero saber de lágrimas ni de esperanza, ni de veneno y sed. Prefiero salir de aquí para que me abandones luego. Prefiero marcharme al otro lado del mundo, al Polo Sur. Prefiero pisar ascuas, tragar cristales. Lo prefiero todo antes de que me entierre tu imagen, que me mutile tus despedidas, que me odies. Lo prefiero todo antes que verme encadenado a tus costillas, que solo sea capaz de ver tus pestañas. Lo prefiero todo antes condenarme de por vida. Antes de beber pesadillas, de no hallar más consuelo que el insomnio.

-Pues cógeme la mano y avancemos por este camino plagado de obstáculos, sin gasolineras, sin cambios de sentido. Sigamos sin mirar que dejamos a nuestro paso. Sigamos sin mirar que perdemos, que es lo que olvidamos. Mirémonos a los ojos, helémonos de frío, hallemos refugio. Devorémonos cada noche de Luna, con cada día de sol. Que el océano sea nuestro techo. Cógeme de la mano y abandonemos el mundo, bebamos de la noche que nos cobija, que nos esconde. Cógeme de la mano.

-Déjame, aléjate de aquí. No me envenenes con tu sangre, no me regales la Luna. Olvida que existo, olvida que no te puedo olvidar. Que este dolor no cesa y no tiene sentido, que me aterra y me enorgullece según el día. Olvida que cada una de tus palabras provoca un terremoto, una explosión nuclear. Olvida que decir tu nombre me quema, me derrumba. Aléjate de aquí, mientras el tiempo transcurre, mientras el tiempo me arregla, mientras la marea sube y baja, en medio de la vida, apartado de cualquier rumbo.

3.3.11

¿Tú qué ves?

*

Pasa las horas solo, desde que le traían de la guardería hasta que, al atardecer, llegaban sus padres. Solía jugar con sus juguetes, juguetes que años más tarde acabarían rotos, perdidos o abandonados, recluidos en alguna caja, mecidos por el silencio del tiempo, cubiertos de polvo.

A veces cogía algún bolígrafo o rotulador y dibujaba sobre papeles algo que solo él lograba descifrar, que solo para él cobraban sentido. Eran rayajos, líneas de colores elegidas al azar, manchas de tinta, islas de color sobre un fondo blanco.

Otras veces dormía. Aunque al despertar no recordaba sus sueños si soñaba. Soñaba con rotuladores gigantescos que coloreaban con rayajos y extrañas figuras el mundo, un mundo que por aquél entonces solo comprendía la guardería, el camino de tres calles de ahí a casa, el portal, el ascensor y su hogar. Un mundo que cuando creciera tomaría forma esférica. Un mundo imposible de rodear con los brazos. Un mundo que como en sus dibujos también tendría tinta roja que mancha el suelo de las ciudades y las manos. Manchas de un azul que salpica, de un verde que se tala, de un arenoso amarillo que avanza, de un gris que sale de gargantas y chimeneas. También soñaba con dibujos animados que cobraban vida, se veía inmerso en los cuentos que le cuentan antes de dormir.

A veces, sus sueños iban acompañados de un continuo sonido, un tic tac que no se atragantaba con todos los segundos que tiene que masticar. Cuando dormía y cuando no, un reloj descansaba sobre la mesilla. Todavía no conocía las horas, el continuo consumir de un tiempo que al niño le parecía infinito. Pero años más tarde si lo conocería y el reloj daría agobio como si siempre le faltara tiempo, como si todo fuera tan vertiginoso como cruzar en un minuto una ciudad de noche. Y así, de haber cruzado la ciudad solo queda en el recuerdo luces difusas, amarillas, rojas, blancas y naranjas, y el sonido indescifrable del murmullo de un millón de voces.

Todavía no conocía muchas cosas que ya aprendería más adelante, y allí estaba en el centro de su habitación. Daba igual que afuera hubiera tormenta o el sol quemara, que dos trenes chocaran o que millones de estrellas dejaran de alumbrar. Los gritos y las noticias que luego sobrecogerían todavía no tenían eco; el estrés, las dudas y la desgana no tejían su tela de araña. Los pilares del mundo consistían en garabatos de colores, en canales de televisión, en la hora de la cena, en cada fin de semana. La alegría brotaba en cuestión de segundos. La tristeza solo existía momentáneamente y no dejaba huellas, no pesaba y se traducía por unas pocas rabietas y unas cuantas lágrimas. No había lugar para el aburrimiento todo era curiosidad. Curiosidad que luego tornaría en demasiada información, en un agrio exceso de conocimiento que a nadie le gustaría conocer.

Y allí seguía, jugando sin saber nada sobre la contaminación acústica, las facturas de la luz, las llamadas desde cabinas telefónicas, de perder el autobús, de caerse y no querer levantarse, de los trozos de porcelana de los jarrones rotos que solo arregla el tiempo. Tan lejos de la tabla de multiplicar, de la desilusión, de las tormentas de verano.

A años luz del deshielo del Polo, de visitar Roma. Sin comprender lo que supone un accidente de tráfico, lo que supone crecer y el temor a estar cansado. A la misma distancia de la cima del Everest que del fondo de la fosa de las Marianas.

Tan lejos del periódico, de los nervios y de los celos, de las hipotecas y del salario, de las sonrisas pintadas, de las malas rachas. De la continua lucha entre casualidad y destino, del peligro de la bruma, de las direcciones prohibidas, de los impuestos. Tan lejos de aprender que el “para siempre” es relativo y que “nunca más” es tajante.

Y ahí está, sentado en su habitación, sin pensar en todo lo que pensar implica, sin darse cuenta de que todos esos momentos solo serán una minúscula gota entre densas aguas de recuerdos. Y así sigue jugando, o pintando sobre un folio mareas de líneas rojas que se entrecruzan y retuercen, tan tranquilo, desde que le traen de la guardería hasta que al atardecer llegan sus padres.


*Obra de la imagen: "ILES QUÉN" de Antón Lamazares, litografías, ARCO 2000.