30.10.10

Historias anónimas VI

Tiene doce años, el pelo negro y mide un metro con cuarenta centímetros. El sonido de la calles a través de las paredes es curioso, sirenas de coches de policía o de ambulancias, el eco del atasco, voces perdidas de personas. Empuña un arma, y le siguen otros cuatro chicos con sus correspondientes armas. Todos llevan camisetas verdes, y uno de ellos gafas de sol de aviador. Están atentos, hay otros cinco chicos en las proximidades, probablemente escondidos, esperándoles en silencio. Avanzan por la casa, uno detrás de otro, se cubren con el mobiliario del hogar y se hacen señas. El otro grupo está cerca, también cubiertos detrás de un sofá. Llevan camisetas color amarillo arena del desierto y uno lleva una gorra militar. Ambos grupos saben que la victoria o el fracaso dependen de lo que hagan a continuación, saben que están enfrente los unos de los otros, saben que no quieren perder y nadie quiere rendirse al enemigo. Uno de los chicos que van vestidos de verde, levanta la cabeza y mira. No ve a nadie y se lo comunica al resto en voz baja, para que nadie pueda enterarse de su estrategia. Tras unos instantes de discusión deciden moverse, buscar a sus enemigos y acabar con ellos de una forma rápida. Piensan que rodearles sería la mejor opción, así podrían acabar con ellos sin permitir que ninguno pudiera escapar. De repente, escuchan claramente un ruido que proviene de detrás del sofá. Se miran, están nerviosos y con la confianza del que sabe que está a punto de triunfar. Medio agachados se disponen a rodear el sofá. Se dividen en un grupo de dos y otro grupo de tres. Y respectivamente atacarán un grupo por la izquierda y otro por la derecha. Se acercan cada vez más, en completo silencio para que nada les delate. Ven segura su victoria. Se colocan las armas para poder disparar mejor. A una seña del chico de las gafas de sol rodean el sofá a toda prisa y saltan donde deberían estar sus enemigos. Pero no hay nadie, todo está vacío. Se miran extrañados y escuchan risas detrás de ellos. Han caído en una trampa. Los cazadores se han convertido en presa. Les apuntan, disparan. Han perdido el juego.

Tiene doce años, el pelo negro y mide un metro con cuarenta centímetros. El sonido de la inmensidad del bosque en sus oídos es curioso, las voces de los árboles milenarios agitadas por el viento, el eco de la actividad de todos los animales que deambulan ajenos a todo, los trinos perdidos de los pájaros. Empuña un arma, y le siguen otros cuatro chicos con sus correspondientes armas. Solo visten con pantalones cortos y sandalias; sin embargo uno de ellos lleva unas gafas de sol cuyos cristales están llenos de arañazos. Están atentos, saben que hay otro grupo en las proximidades, probablemente escondidos, vigilando en silencio. Avanzan por el bosque, uno detrás de otro, se cubren con los apretados troncos de los árboles, y se hacen señas. El otro grupo está cerca, cubiertos por un montículo de piedras. También visten en pantalones cortos y sandalias, aunque uno de ellos lleva una gorra militar. Ambos grupos saben que la vida y la muerte dependen de lo que hagan a continuación, saben que están muy cerca los unos de los otros, saben que quieren sobrevivir y que rendirse al enemigo equivale a la muerte. Uno de los chicos del grupo que avanza por el bosque, levanta la cabeza y mira a través de los árboles. No ve a nadie, y se lo comunica al resto en voz baja para que nadie pueda enterarse de la estrategia. Tras unos instantes de discusión deciden moverse, buscar a sus enemigos y acabar con ellos de una forma rápida. Piensan que rodearles sería la mejor opción así podrían acabar con ellos sin permitir que ninguno escapara con vida. De repente, escuchan un ruido que proviene de detrás de un montículo de rocas. Se miran nerviosos y con la confianza del que sabe que va a seguir viviendo un día más. Medio agachados, se disponen a rodear el montículo de piedras. Se dividen en un grupo de dos y otro de tres. Y respectivamente atacarán unos por la izquierda y otros por la derecha. Se acercan cada vez más, en completo silencio para que nada les delate. Ven segura su victoria. Se colocan las armas para poder disparar mejor. A una seña del chico de las gafas de sol rodean el montículo de piedra a toda prisa y saltan donde deberían estar sus enemigos. Pero no hay nadie, todo está vacío. Se miran extrañados y escuchan insultos y gritos de triunfo detrás de ellos. Han caído en una trampa. Los cazadores se han convertido en presa. Les apuntan, disparan. Han perdido la vida.

27.10.10

Historias anónimas V

Desde que puedo recordar siempre he tenido un pensamiento: marcharme de aquí, ir a donde se pueda tener una vida, donde haya comida y agua. Mi aldea es pequeña, de chozas de barro diminutas. El agua está lejos. La gente suele tener alguna que otra vaca, si el tiempo acompaña cultivan algo. Hay veces que el calor es insoportable, y otras, sin embargo, el frío se abre paso y se aloja alrededor del corazón. Si miramos del pasado hasta ahora vemos que no ha cambiado la vida en la aldea prácticamente nada. Las mismas herramientas, las mismas canciones, el mismo dolor. Sin embargo si hay una pequeña diferencia, ahora en la ropa que llevamos aparece el logotipo de Coca-Cola o el símbolo de Nike. En las temporadas de sequía suele venir un gran camión que nos proporciona agua, aunque siempre es muy justa. Escuchábamos que en otras partes del mundo las cosas eran muy distintas, que había infinitas posibilidades para todos. Aquí no había nada de eso, aquí solo había lo poco que uno consiguiera. Miraba el suelo, medio resquebrajado, e imaginaba otra vida, en otro lugar, donde todo era diferente. Era un sueño, un deseo, un milagro.

Tras veinte años en la misma aldea, viviendo cada día igual al anterior decidí marcharme, huir, buscar ese lugar donde todo se cumplía, donde nada se acababa, donde todo era posible. Ahora estoy en medio del océano, rodeado de gente que me aprieta. Todo está en silencio. No sabemos si estamos avanzando o si simplemente estamos parados a merced de la corriente. Nadie habla, nadie quiere decir nada. Todos hemos arriesgado mucho. Hay poca comida y poco agua potable, pero si hay mucho miedo y mucha angustia. No hemos divisado ningún otro barco ni siquiera aves marinas. Todo lo que nos rodea es un mar que no nos da la bienvenida, un sol que no nos deja en paz, una luna que nos mira de reojo. No sé qué va a pasarnos como no lleguemos a tierra firme, cuando se nos acabe la comida o el agua. Tras dos días divisamos tierra, algo en nuestros corazones se agitó y se hizo grande como una tormenta de arena. Algo nos hizo sonreír: la visión del cambio de nuestras vidas, de nuestra suerte, de nosotros mismos. La visión de un sueño cumplido es algo extraño. Pausa y acelera el ritmo cardiaco al mismo tiempo. No sabes si reír o llorar. Se paraliza el tiempo y todo va muy rápido.

Saltamos de la balsa antes de llegar a la orilla. Tras varias horas buscando encontramos algo que nos hizo añicos, nos convirtió en astillas, en polvo, en vacio, en nada. Encontramos ese otro mundo. Un mundo formado por aldeas de chozas de ladrillo y cristal, por hambre y sed, por ruina y contaminación. A fin de cuentas, un mundo muy parecido al lugar de donde procedía. Sin embargo, su color de piel y el mío, junto con los recién llegados era distinto. Esa era la única diferencia. Aquí no hay oportunidades. Los sueños siempre son pasajeros, la vida pasa deprisa. El agua tampoco es para todos. La comida sólo si tienes dinero. El dinero si trabajas. Y no todo el mundo tiene trabajo. Lo tiene quien lo tiene, para el resto no hay nada. Es otro mundo, pero con el mismo tipo de miseria. Es otra sociedad, y es prácticamente igual que de la que huía. En mi aldea la tierra se resquebrajaba, aquí el hierro se oxida.

14.10.10

Historias anónimas IV

Teclea a toda velocidad sin mirar las teclas. Da igual, no se equivoca. Su mano derecha va del ratón al teclado, sin descanso. Desde que se levanta se sumerge en un mundo sustentado por internet, juegos, páginas, redes sociales, foros, chats, que nunca cesa, siempre está activo, nada duerme. Y ahí, en ese mundo infinito y virtual pasa su vida, mientras, alrededor la vida real se expande y se contrae, y avanza, sin que él se percate. Para él, el tiempo consiste en el tiempo de conexión, la comunicación en palabras distorsionadas y privadas de las vocales. Salir de casa es entrar en alguna página web, el clima no sé siente y el oxigeno no se respira.

En su escritorio el polvo se atrinchera y latas de refrescos y platos sucios se acumulan, algún bolígrafo agoniza, algún folio en blanco reclama una atención que nunca recibirá. El suelo lleno de cables recuerda a decenas de finas serpientes negras retorciéndose y asfixiándose unas a otras, la luz del techo ya nunca se enciende. Suena el teléfono pero no lo atiende. La vida pasa, no se detiene. Nadie llama a su puerta y las plantas se marchitan, se mueren dejando el vestigio desatendido de sus cuerpos sin vida.

Se acuesta y al poco tiempo se levanta. Se conecta a ese inmenso corazón, cerebro y médula espinal multitudinaria. Ese nexo con el mundo. Esa puerta que para él lleva a un hogar donde la soledad no existe, donde millones de personas se encuentran, se hablan, comparten cosas. Esa biblioteca, esa fuente que emana sin descanso información, ese cine, esa radio, esa televisión, ese álbum de fotos. Sin embargo no se da cuenta de que ese nexo con el mundo es una pantalla, una torre, un disco duro. Piensa que no está solo pero no hay nadie a su alrededor, no hay amigos, no hay conocidos, no hay familiares. En ese mundo irreal no hay nadie que le conozca, que pueda acudir en su ayuda. No se comparte nada material. Tiene todo, y a la vez, no tiene nada. Se cree vivo, pero al igual que sus plantas se marchita. Privado de los placeres de ir al cine, de pasear por la calle, de sentir la lluvia, el frío o el calor. Privado de sentir la presencia de otro por sentir la nada de la multitud cibernética. Privado del tacto de las páginas de los libros. Privado de viajar por hacer viajes a cualquier parte sin moverse de la silla.

Sigue tecleando ¿es invierno o es verano? Sigue navegando por la red que le tiene atrapado, por el mundo que le tiene absorbido. Su biografía es un historial, su rutina unos cuantos clics con el ratón, memoria no necesita, su legado el hueco que dejará en su silla. Sigue tecleando ¿es de noche o es de día? ¿Hace cuánto que no ha comido? Sus ojos enrojecidos y su respiración entrecortada, sus huesos marcados y su palidez extrema, su aspecto desaliñado y su barba poblada, su vista es lo que aparece en la pantalla y su tacto ya ha borrado las letras de las teclas. Enterrado en internet y en diversos programas, sucumbido a un mundo donde muchas cosas están al alcance, ya nunca tiene ni sueño ni sueños. En internet su perfil está sano, en los buscadores se mueve rápido. Casi ni pestañea pero si se extraña, su ordenador está bien pero él no. Las letras del ordenador se entrelazan y se difuminan, parece hundirse en la propia superficie de la pantalla. Escucha un zumbido que no viene de ningún sitio, un dolor en el estómago, el pecho, en las sienes. Intentando no quedarse inconsciente, las manos sin querer aprietan teclas, teclas que apagan el equipo. El ordenador se apaga, él se apaga sin posibilidad de volver a iniciarse.

Pasan días, semanas y nadie sabe lo que ha ocurrido. El mundo real y el virtual avanzan, la vida sigue. Los que son amigos se encuentran, los conocidos se saludan, la familia se apoya. Un día llueve, otro hace sol. Se estrenan nuevas películas, un avión aterriza otro despega. Un ordenador se enciende, otro se apaga.

6.10.10

Historias anónimas III

Se mira al espejo más tiempo del normal, intentando absorber su reflejo, entrar en su memoria y así verse cinco años más joven. Y así durante un ratito cada día vuelve al pasado y evita haber malgastado tantos años, haberse causado tantas heridas y destrozos, tanto miedo, tanta angustia. Luego se maquilla, se pone unas gafas de sol que casi le cubren la cara entera, y sale a la calle como si fuera una débil ráfaga de aire que no tiene fuerzas para seguir su camino. Casi como una triste melodía suena el eco de sus pasos por las callejuelas mientras cumple con su rutina. Y una lágrima asoma entre sus ojos cuando ve sonrisas entre los transeúntes, cuando ve vidas que no son un infierno como la suya.

Tras un rato haciendo alguna que otra compra vuelve a casa casi arrastrándose entre las cadenas invisibles que se cierran sobre sus muñecas y tobillos, cadenas que queman y que pesan, que se abren pasó por la carne hasta llegar al alma. Llama al ascensor con la mano temblorosa del que teme lo que pueda ocurrir si camina por un campo de minas y con el gesto resignado del que acepta ser devorado dentro de un laberinto. Sabe los segundos que hay desde que llega el ascensor hasta que sube a su piso. Cada segundo es como una punzada de dolor en el costado, y cada metro que sube el ascensor más y más mengua ella. Entra a su casa y deja las llaves en el mueble de la entrada, se escucha con facilidad la televisión encendida. No le ve, pero sabe que su marido está en el salón, delante del televisor. Él ha oído el sonido de la puerta pero no ha saludado, hace tiempo que no tiene ojos para ella. Hace tiempo que a medida que las botellas se vacían más aumenta su furia y su enfado con todo y con todos, y cada día más botellas se vacían, y cada día más furia se abre paso por su sangre.

Ella rápido hace la cena y pone la mesa, intenta que nada de lo que haya provoque su enfado. Él se sienta con un suspiro y fija la mirada en el plato vacio. Ella sirve la cena. Justo cuando se sirve ella escucha el estrépito del plato rompiéndose contra la pared seguido del vaso y los cubiertos. Tira además la silla, la olla con la comida, el plato de su mujer, la jarra con el agua. Vuelve al salón sin dirigirle una palabra. Ella sollozando se consuela que esta vez por lo menos no ha habido golpes, ni insultos. Y con la espalda apoyada en los azulejos de la pared y sentada en el suelo, entre los cristales y la cerámica; los restos de comida y la mala fortuna que inunda todo el hogar vuelve, sin mirarse en el espejo, al pasado. Piensa en su marido, en lo mucho que cambió. Las palabras románticas y los poemas dieron paso a una agresividad que en privado era capaz de hundirla en un abismo oscuro. El afecto tornó en veneno. Piensa también en lo que ella ha podido hacer mal, piensa tantas cosas al mismo tiempo que ni sabe que pensar. Nunca se imaginó en esta situación, en un túnel oscuro, aislada.

Recoge todo y limpia la cocina. Cuando acaba se pone apoyada en la puerta, con una mano en el manillar y la otra en la cadera. Mira la cocina, ahora más tranquila, con la respiración calmada que hace acto de presencia después de haber llorado. Se da cuenta de que hay un pequeño trozo que se ha olvidado recoger de uno de los platos rotos. Lo mira atentamente como si fuera su propia vida, algo que tenía forma y de repente, con un gran golpe, se rompió en varios pedazos. Algo que una vez roto sería muy difícil arreglar. Después de unos minutos, apaga la luz, respira hondo y se marcha a dormir.