25.12.10

Historias anónimas XII

Pasa el día como si nada. Todo como siempre, todo tan igual. Algo que decir, algo que escuchar, algo que ver, algo que pasa y se aleja, algo, por lo general, que olvidar. Pasa cada minuto sin dejar mucha constancia de su paso. Pasa cada hora con un leve rumor en su despedida. Pero siempre que cierro los ojos empieza y acaba la vida. Me ahogo, estallo, me emociono, sufro, sonrío, me agobio, pero resisto. Entre la oscuridad del cuarto, entre el sonido apagado y frío de la calle, entre el absoluto y brutal silencio del interior. Cierro los ojos y la corriente eléctrica de los recuerdos se abre paso por mis venas hasta grabarse a fuego en mis parpados. Llegan susurros que me rompen los tímpanos y me hacen querer volver atrás y cambiarlo todo. Llegan gritos que me hacen querer seguir anclado a este momento. Llegan trocitos de palabras que nunca dije, textos enteros de lo que siempre quise expresar, los secretos que me oculto una y otra vez, todas las mentiras que me obligo a creer. Llega la realidad que ya no existe y que me dejó a la deriva, un instante de fuego y furia que hace tiempo que el viento se llevó y cuyo eco se alza cada noche entre los rincones de mi cráneo. Me llegan errores afortunados y aciertos imperdonables, quemaduras, esguinces y moratones. Manchas de color: de púrpura a gris y de verde a dorado. Sonidos estridentes y graves que suenan en un tocadiscos que nunca llegué a ver. Siento una repentina sensación de frío, calor, lluvia, viento y truenos. Siento el golpe de los pasos que di por una ciudad cualquiera que nunca recordó mi nombre. La inmensa sombra de los rascacielos, el roce de la hierba recién cortada. Mil andenes de estación, tres o cuatro aeropuertos, millares de kilómetros de carretera. Recuerdo la amplitud de un mar que rompía a abrazos la costa. Dunas que dudaban al avanzar. Recuerdo cartas, llamadas telefónicas, besos y heridas. Cicatrices que no hace falta que mire, manchas de tinta en folios que no expresaron nada. El escozor del agua oxigenada, la agonía de la falta de oxigeno.

Y sigo cerrando los parpados, obligándome a mirar todos los recuerdos que ya repasé ayer. Sin control, sin pausa. Entre el más absoluto dolor y entre la más exultante alegría. Entre la sensación de estar en mil lugares sin dejar de sentir la almohada y las sabanas. Siento la energía de millares de miradas, el sonido a porcelana rompiéndose que tienen las palabras crueles maquilladas con bondad. Siento el abrasador aliento del contacto que perdí en un adiós. El asfixiante aroma de una despedida sin palabras. Echo la vista atrás y veo como los caminos se bifurcaron, como las elecciones compraron billetes de avión a la selva del dolor, como me vi sumergido en los océanos de la rutina, encerrado en el escaparate de una vida que ofrece de todo pero siempre a un precio demasiado alto. Veo el mapa en el tiempo que formaron mis lágrimas al caer sobre el suelo, el laberinto que formó mi sangre al derramarse, el abanico de sonrisas que genera una suave brisa momentánea, las tresciento sesenta y cinco máscaras de Carnaval para cada día del año. Noto las nubes de alcohol que se desangran sobre mí de madrugada, los tatuajes de humo que adornan mi garganta. Recuerdo un día de verano que no fue nada especial, la longitud de un invierno eterno.

Entre la rabia y la calma, la espada y la pared, el techo y el suelo. Siento el ruido que se ha producido en una vida de mis chillidos, cada grado de temperatura al mirarla. Recuerdo la nieve que trajo el paso del tiempo y como el peso de sus copos resintió mis huesos. Recuerdo cada latido. Cada respiración. Cada momento de tensión y ruina. Cada día de riqueza sin nada en los bolsillos. Cada fantasma tras la escalera. Cada cuento infantil. Cada novela negra. Cada calcetín sin pareja. Cada pareja sin mí. Cada línea de su figura. Cada vela encendida. Cada microondas dando vueltas. Cada lección aprendida. Cada estrofa que me salió sin querer. Cada verso camuflado de vacío. Cada siete años de mala suerte. Cada domingo de resurrección de un sábado de copas y balas. Recuerdo las sonrisas de los mil rostros que tuvo junto con sus mil perfumes. Recuerdo sus piernas sobre mi torso. Su pintalabios en mi cuello. Mi mente en blanco. Y cada día gris.

Lo recuerdo todo antes de dormir, hasta que mi mente vuela entre silencio y oscuridad, entre recuerdo y recuerdo, entre cada punzada de desesperación y cada sensación de júbilo. Lo recuerdo todo mientras me voy durmiendo sin sacar ninguna conclusión, sin aportar nada nuevo. Solo recuerdo. Y cada noche algo nuevo que recordar y mucho que olvidar mientras estoy despierto. Lo recuerdo todo hasta caer rendido al sueño. Hasta que entre sueños sueño que no tengo nada más que recordar.

11.12.10

Historias anónimas XI

En el séptimo piso, un hombre mayor se dirigía, cansado, hacía el salón, sin levantar casi los pies del suelo. Andaba despacio y un poco encorvado, como si ya empezara a ceder ante el peso de los años. Al llegar al salón toca el radiador con la mano y la retira rápidamente. Luego, avanza hasta la mesa de delante del sofá donde yace el periódico del día. Lo coge y se sienta en su sillón dejando caer todo su peso en él, como con la apariencia de un ave abatida que en realidad se lanza en picado a tierra para descansar. Abre el periódico y empieza a leer las mismas noticias de ayer y antes de ayer. Las mismas noticias donde siempre, lejos, mueren sombras y cerca, personas. Noticias horribles que ya no llaman la atención, noticias con número y datos que no significan nada, noticias en las que siempre llueve y siempre el viento arrasa con lo que ve entre crucigramas y publicidad, y opiniones de ciudadanos hábilmente escogidas. Va pasando las páginas ojeando las noticias hasta encallar en alguna que le interese. Mientras tanto del piso de abajo llegan las voces medio apagadas de una discusión.

En el sexto piso, una pareja discute, sus voces parecen huracanes, las miradas centellean y las palabras desgarran. Se gritan sin saber ya que decir, intentando ganar una batalla sin sentido, debilitándose a cada palabra que pronuncian, derrumbándose sin saberlo. Se gritan sin recordar cómo empezaron a discutir. Van de un sitio a otro a través del salón, arrepintiéndose cada vez que hablan pero escudándose en el orgullo. Ella le pide a gritos que se vaya, que no vuelva a verla. Él la mira con el corazón roto, con la mirada del niño que juega a pelearse y acaba haciéndose un daño excesivo. Golpea la pared con el puño y se aleja. Ella cierra los ojos. La puerta suena con un golpe que más que decir adiós parece decir hasta nunca. Ella intenta contener las lágrimas, está nerviosa. Se acerca a la cocina, y de una caja metálica coge un paquete cigarrillos que está casi acabado y un mechero. Se dirige a la ventana, enciende el cigarrillo y saca la cabeza por la ventana. El aire frío la acaricia el rostro y la aleja de todo, de la discusión de hace sólo unos momentos, de los problemas cotidianos, del dolor intenso. Mira la calle desde la ventana, los coches pasan y se van, una persona se dirige al portal del edificio.

La puerta del portal es de hierro y cristal. Tras un giro de llave y un empujón se abre. Tras unos seis o cinco pasos llego al ascensor. Una pantallita negra me señala con un número rojo que el ascensor se encuentra en el seis bajando hacía aquí, de todas formas llamo al ascensor. Hoy es un día extraño, como si muchas cosas pasaran pero ninguna fuera del todo importante. Nada por lo que levantar la vista. Nada que escuchar con atención, ni por lo que protestar siquiera. Todos los pasos que he dado parecen no llevar a ningún sitio. Todas mis miradas parecen colarse por el desagüe. Todo el edificio parece sucumbir ante el viento que le azota. Al fin llega el ascensor, sacándome bruscamente de mis pensamientos, devolviéndome de golpe a la realidad. La puerta del ascensor se abre violentamente y un chico joven sale del interior. No me mira, parece bastante enfadado y sale rápido por la puerta. Yo entro en el ascensor. No me importa el chico enfadado. No me importa cómo ha abierto la puerta del ascensor. No me importa porqué estaba enfadado. Doy al tercer piso: se cierran las puertas del ascensor. Subo en una subida que más parece un descenso. Como si estuviera en otro mundo donde cada segundo de ascensión durara una semana. Como si al llegar a mi piso hubieran pasado milenios y sólo quedaran las ruinas de lo que algo, alguna vez, fuera otra cosa. Pero salgo del ascensor en el tercer piso y todo sigue como ayer y como esta mañana. Como lo estará. Igual que siempre, sin ninguna importancia que darle más allá de lo que queramos darle. Una vez fuera del ascensor veo a mi vecina, cerca de la venta que da al patio interior. Parece pensativa pero nunca he hablado con ella. Nos miramos un segundo como si supiéramos lo que va a pasar a continuación. Y en realidad lo sabemos: yo entraré en mi casa y ella seguirá pensativa, cerca de la ventana que da al patio interior.

27.11.10

Historias anónimas X

Salgo de casa. Dos giros de llave y un instante donde se congela el tiempo, ese momento antes de sacar la llave de la cerradura y ponerme en marcha. Llamo al ascensor. Y bajo piso tras piso con vecinos que no tienen rostro, ni nombre, ni pasado, ni presente ni futuro. Vecinos a los que saludo: hola y adiós y hasta otro viaje en ascensor. Salgo del portal y la luz diurna me hace daño en los ojos, el viento es frío. Por un momento me quedo sin fuerzas, ¿a dónde ir?, ¿qué hacer? Pero paso tras paso mis piernas toman la decisión por mí y se dirigen, por la calle, a ningún punto concreto, a cualquier lugar y a cualquier destino. Los coches pasan veloces a mi izquierda, se pierden entre las curvas de asfalto y líneas rectas de semáforos y señales de stop, en toneladas de pasos de cebra, viviendo deprisa y muriendo lentamente por desangrarse en gasolina. Intento pensar en nada importante: el tiempo atmosférico, el trabajo atrasado, cualquier cosa que me evite pensar en ella, en todo este dolor, en este gran vacío del tamaño del universo que se esconde debajo de mi piel. Intento no derrumbarme como ese castillo de arena arrasado por una pequeña ola, como esa copa de cristal que choca contra el suelo.

Me paro y fijo la vista en el cielo: algunas nubes duermen, estáticas sobre mi cabeza. Sigo andando, el viento sigue siendo frío. Dese que ella se fue todo es frío y el color se borra de las mejillas de todas las cosas. Al principio era imperceptible pero con el paso del tiempo fue cobrando fuerza. Y no sé qué hacer ni que decir, ni cómo mirar al mundo sin parecer tan débil. Y cuando me miro al espejo el espejo no me engaña y me contesta con una mirada de desprecio, con unas ojeras cada vez más marcadas, con unas lágrimas cada vez más solidas. Y echo la vista atrás y no quiero volver al presente, quiero seguir aferrado a su recuerdo, cambiar el pasado y que todo sea distinto. Y no sé ni cómo expresarme ni qué echan en la televisión. Simplemente sigo andando sin llegar a ningún sitio concreto mientras las hojas de los árboles empiezan a caer estrepitosamente contra el suelo y el viento arrastra las páginas de algunos periódicos que me informan de que día es hoy.

Sigo andando y cuando me quiero dar cuenta estoy metido en un bar camuflado entre calles y avenidas como un lugar de paso entre el frío polar y un desierto infinito. Miro el vaso medio vacío y veo como su nombre hace eco por el borde de cristal, como se cuela en mi cabeza y estalla en un gigantesco fuego artificial de incomprensión. Y miro mi móvil que está encima de la barra y hace meses que no hay ninguno de sus mensajes ni una sola de sus llamadas pérdidas. Y cuando el destino nos cruza por alguna calle no sé si saludar o esconderme, o salir corriendo y desaparecer. Y es que cada noche, antes de dormir, siempre sé lo que tenía que haber dicho. Pago a un camarero que solo espera que termine su turno. Salgo del bar, el cielo es azul oscuro y las nubes cambian en un degradado desde el rosa al naranja. Las farolas ya están encendidas, hay poca gente por la calle. Noto el peso del alcohol en mis pupilas y en mi cabeza. Intento encontrar el camino de vuelta a casa, intento dejar de pensar en qué habrá sido de ti. Intento dejar de pensar en las decisiones que tenemos que tomar sin darnos cuenta, en estos cambios de sentido que no tienen ni pizca de lógica. Dando tumbos deshago el camino y voy llegando a casa, siguiéndome una banda sonora de solos de guitarra y batería. A cada paso todo más oscuro, a cada paso el mismo fuego helado que siempre me acompaña. Llego al portal, luego el ascensor.

Y así van pasando los días, devorando recuerdos, atragantándome con esta pasta de papel que se aloja en mi garganta desde que dejé de ver sus pestañas. Y así van pasando los días, cayendo sin caerme a ningún sitio, a merced de todas estas corrientes de aire y este clima tan cambiante, de este salario, de este reloj sin pilas.

23.11.10

Historias anónimas IX

Las paredes eran grises, la habitación pequeña. Una ventana sin cristal mantiene el interior con la luz que proviene de fuera, alguna farola encendida, la tenue luz de las estrellas. Se escucha perfectamente el alboroto de la calle, bombas que estallan de repente, luego silencio. Está acurrucado contra una esquina, sollozando. La poca ropa que lleva no abriga, y el frío traspasa como si fuera una lluvia de flechas heladas, con el destino fijo en su objetivo. Se frota los brazos y las piernas, tose y tirita. Su padre murió en un atentado, su madre un día se marchó, desde entonces el tiempo ha pasado lento, tan lento que, el suceder del amanecer y el atardecer se difuminaron por completo. Su aliento parece denso humo blanco. Sus labios cada vez más morados, su piel cada vez más color mármol. Le duelen los oídos, y los dedos los tiene entumecidos. Parece que mil espadas de hielo y cristal le atraviesan la garganta. Entre una ciudad medio en ruinas, y un frío tan letal como las balas, sólo puede imaginar. Pensar en una situación mucho más agradable. Pero en una vida donde la supervivencia era la rutina, donde la infancia no existía no se podía distinguir qué es algo agradable: unos minutos de silencio, una noche de temperatura suave y brisa sedosa, una comida abundante, una hora de diversión.

El ruido de sus dientes chocando invade la habitación y el ruido del viento hace los coros. A veces se escuchan pasos otras veces gritos de dolor. El suelo de la habitación es arenoso y grisáceo, parecido a una porción de suelo lunar, sin vida, estéril, vacio. Los dedos de los pies y de las manos se empiezan a hinchar cada vez más, pero casi no lo nota. Su pensamiento se mantiene activo intentando seguir despierto. Se acuerda de su familia. Alguno de esos días felices. Todo era tan sumamente injusto. La vida era tan corta. Era joven, pero ya sabía que hacerse mayor consistía en ir aceptando la realidad que se tiene alrededor, y él la aceptó a muy temprana edad. Ya sabía que hay veces que se tiene que correr sin mirar atrás, que hay veces que se tienen que hacer cosas que en otro momento no se harían. Ya sabía que no siempre había comida, que nunca había seguridad, que nadie era de fiar: ni los otros niños con los que intentaba conseguir algo de dinero o de comida, ni las personas mayores que le miraban con mala cara o que le daban palizas si le pillaban robando algo que comer. Sabía que había que adaptarse a la arena en los ojos, al calor del desierto, a la soledad más áspera. Pero nunca había sentido el frío que esa noche arañaba con fuerza su alma manteniéndole en una constante ensoñación.

Mira al centro de la habitación que de repente está iluminado y abre la boca asombrado: delante de él está su madre sonriéndole. No puede articular ninguna palabra, ya no siente frío, sólo siente ligeramente el cuerpo. Pestañea: su madre ya no está. Vuelve a pestañear: la luz de la habitación es más intensa. Pestañear le empieza a hacer daño y a parecer un esfuerzo inhumano. No siente ya ninguna parte de su cuerpo. Su madre vuelve a aparecer, otra vez sonriendo y saludando con la mano, vestida igual que el día en que se marchó. Nota las lágrimas agolpándose en sus ojos pero que no tienen fuerzas para salir. Tiene que cerrar los ojos, está demasiado cansado. Intenta abrirlos una vez más para ver a su madre. Pero no puede, ahora todo está oscuro.

12.11.10

Historias anónimas VIII

Son las ocho de la mañana, comienza el día. El café humea. Ya estoy vestido, sólo tengo que beberme el café, coger las llaves y salir de casa. Fuera parece que hace frío. El viento alborota las hojas de los árboles y el cielo está gris ceniza, como un techo de una casa abandonada, como el humo que desprende una fabrica. Un cielo que cubre un barrio también grisáceo y a la vez seco. Un barrio de casas iguales, donde todo es idéntico. La gente camina deprisa y sin mirar atrás. Los escaparates no se acicalan para las miradas. Los niños no juegan y los árboles de los parques parece que se sumergen en un otoño eterno. Sigo por la calle que da a mi casa y giro en la primera a la derecha. Me cruzo con esas personas que van a su coche, a su trabajo, a cualquier parte como autómatas. Probablemente tendrán sus vidas, probablemente sólo serán humanos disfrazados de autómatas cuya rutina es el modo de vida menos incomodo. No siempre los sueños se cumplen. Al fin y al cabo, los sueños son sólo eso.

Llego a la parada de metro. Una parada oscura, grande y de baldosas verde olivo. Un lugar sólo de transito. Tras varias escaleras mecánicas se llega al andén. La gente espera mirando al vacio, escuchando música o simplemente intentando no pensar. Las vías se difuminan en un túnel negro noche, y una pantalla nos informa de cuándo llegará el tren. Si tarda un minuto o dos todo va bien, si resulta que tarda siete minutos se acaba el mundo. Así somos las personas. El tiempo nunca es oro salvo en contadas ocasiones.Llega el metro. Quien puede se sienta y quien no va de pie. Yo estoy al final de vagón, viendo a cada persona. Desde estudiantes medio dormidos hasta ancianos. Todos totalmente diferentes. Distinguidos por la ropa y el brillo de los ojos, y ese aura que rodea a las personas, que te hace saber casi como son con un vistazo rápido. Parece que el resumen de la humanidad está reflejada en el vagón de tren: distintas clases sociales, distinta cultura, distintas ideas, distintas nacionalidades. Todo tan distinto y todo tan igual. Tan igual que da pena. Tan igual que incluso hasta desespera.

Llego a mi destino. Abandono el vagón y a todos los que están dentro. Salgo de la estación. Otra calle. Otro barrio. La misma ciudad. Casi la misma imagen. También con personas que deambulan, que pasan deprisa, que no piensan en detenerse. El suelo está húmedo. Ha debido de llover mientras me encontraba en el metro y se ha formado algún que otro charco. Charcos que reflejan un trozo de edificio, el mismo cielo encapotado. Charcos que reflejan algo hasta que son pisados y salpican, o calan los zapatos. Entonces tardan unos segundos en volver a reflejar algo. Ya ves, no siempre es así de facil sobreponerse a los cambios.

Sigo caminando. El cielo a veces cruje como si fuera el suelo de una casa antigua. La tormenta tiene esas ganas imperiosas, que también tienen las personas, de demostrar a todo el mundo que están ahí, sobre nosotros, aunque molesten o no le interesen a nadie. Sigo caminando, una persona habla a gritos por el teléfono móvil. Alguien corre para coger el autobús. Un coche frena. Una ambulancia acude a toda prisa hacia alguien que necesita atención médica en otra parte de la ciudad. Yo sigo caminando, casi a la deriva, mirando los repetitivos carteles publicitarios y sus mensajes vacios. Sumergido en un tornado que arranca la esperanza. Y eso que mis amigos me dicen que así no se puede ser. Que no todo está tan mal. Y os juro que anoche me dormí pensando en ser distinto pero esta mañana me he despertado siendo el mismo pero con un día menos de vida. Con un tiempo que se consume y que no avisa de su presencia. En un mundo que tose y tiene fiebre. En un país en el que nadie se escucha, sólo se grita. En una ciudad que se desangra y lo mancha todo y nunca es con tinta. En una vida exactamente igual que la de aquellos que veo. Todo tan igual , pero todo tan distinto.

6.11.10

Historias anónimas VII

Hacía mucho tiempo que no podía levantarse de la cama mas que para ir al baño y a veces, pocas, para acercarse a la ventana. Hacía mucho tiempo que ya no era joven. Su vida había sido como la de mucha otra gente: estudió una carrera, conoció a su esposa, tuvo hijos, viajó, aprendió y enseñó, cumplió algún que otro sueño, se arrepintió de muchas cosas, aceptó otras. Una vida que como la de todos fue única. Ahora estaba tumbado en la cama, con el mando de la televisión en una mano, las gafas sobre el pecho y la vista fija sobre ninguna parte. Hacía horas que sus hijos se habían marchado. Una visita que se había convertido en rutina desde que cayó enfermo. Debían de pensar que su padre había perdido las facultades, que ya no entendía, pero no era así. Su padre tenía que lidiar con el dolor que su enfermedad le causaba, y con el dolor de saber los motivos de las visitas de sus hijos. Aceptaba su compañía porque sabía que le quedaba poco tiempo, le daba igual todo, eran sus hijos. Tenía que quererles y lo hacía, y mucho más importante, se lo demostraba.

Notaba sus miradas absolutamente llenas de codicia cuando le daban ataques de tos o cuando el agotamiento era tal que se dormía sin querer. Notaba el peso de la experiencia y la molestia del conocimiento. Miraba a sus hijos y recordaba distintos momentos de sus infancias. Momentos que echaba de menos. Momentos que atesoraba entre su memoria y a los cuales se aferraba. El primer partido de fútbol de su hijo, el primer día de colegio de su hija. Recordaba sus sonrisas, sus miradas brillantes, su infinito cariño. Ahora veía a un hombre casi tan cansado como él, vestido de traje. Un hombre para el que los sueños siempre tenían códigos de barras y una hipoteca. Y también veía a una mujer vestida con ropa que no se podía permitir, tirando de un marido que no se merecía. Una mujer cuyas ambiciones eran destacar en su grupo de amigas, la apariencia que tenía que mostrar a los vecinos, el papel que tenía que interpretar durante su vida. Veía todo eso como ver el rostro de todo lo que nunca has querido, la razón por la cual el naufrago nunca saldrá de la isla desierta. No podía haber criado así a sus hijos. Nunca se hubiera imaginado que aquel chico que quería dar la vuelta al mundo, y aquella niña que se quedaba despierta hasta tarde para verle al volver del trabajo ahora iban a estar al acecho de una herencia. Una herencia que no consistía en prácticamente nada. Su casa, algo de dinero del banco y alguna que otra pertenencia. Ningún lujo de ninguna clase. Contaban el tiempo que le debía de quedar, le apremiaban indirectamente para que les diera a uno más que al otro. Resultaba que su hijo era el que más le quería y el que más atención le prestaba en esos momentos tan difíciles. Y también resultaba que su hija era en realidad la que más le quería y la que más atención le prestaba. Nunca coincidían en las visitas. Nunca se hablaban entre ellos sino para discutir quién se merecía la herencia.

Por todo eso sólo se pasaba el día recordando a sus hijos en tiempos mejores. En viajes o en su casa un día de diario. Viéndoles crecer. Viéndoles vivir. Y no encontraba el momento en el que el camino de él y sus hijos se separó por completo. Ese instante en que sus hijos se transformaron en dos buitres al acecho del cuerpo caído. Odiaba ver en qué se habían convertido sus hijos. Odiaba verse tan viejo e inútil sin poder hacer nada. Tal vez por verse así decidió, por medio de un abogado, sin conocimiento de sus hijos, venderlo todo: su casa y sus pertenencias. Tal vez por eso sólo les dejó una carta como herencia. Una carta que con sus últimas fuerzas escribió. Una carta en la que condensaba todo el amor y todo su enfado, todo lo que les hubiera querido enseñar, todo lo que hubiera querido que fueran. Les mostró la visión que tenía de ellos. Les relató su vida desde su nacimiento hasta la fecha. Les escribió el cuento que les solía contar para dormir. Les dijo que les quería y una lágrima y una raya que llegaba hasta el final de la hoja, marcaron el punto y final.

30.10.10

Historias anónimas VI

Tiene doce años, el pelo negro y mide un metro con cuarenta centímetros. El sonido de la calles a través de las paredes es curioso, sirenas de coches de policía o de ambulancias, el eco del atasco, voces perdidas de personas. Empuña un arma, y le siguen otros cuatro chicos con sus correspondientes armas. Todos llevan camisetas verdes, y uno de ellos gafas de sol de aviador. Están atentos, hay otros cinco chicos en las proximidades, probablemente escondidos, esperándoles en silencio. Avanzan por la casa, uno detrás de otro, se cubren con el mobiliario del hogar y se hacen señas. El otro grupo está cerca, también cubiertos detrás de un sofá. Llevan camisetas color amarillo arena del desierto y uno lleva una gorra militar. Ambos grupos saben que la victoria o el fracaso dependen de lo que hagan a continuación, saben que están enfrente los unos de los otros, saben que no quieren perder y nadie quiere rendirse al enemigo. Uno de los chicos que van vestidos de verde, levanta la cabeza y mira. No ve a nadie y se lo comunica al resto en voz baja, para que nadie pueda enterarse de su estrategia. Tras unos instantes de discusión deciden moverse, buscar a sus enemigos y acabar con ellos de una forma rápida. Piensan que rodearles sería la mejor opción, así podrían acabar con ellos sin permitir que ninguno pudiera escapar. De repente, escuchan claramente un ruido que proviene de detrás del sofá. Se miran, están nerviosos y con la confianza del que sabe que está a punto de triunfar. Medio agachados se disponen a rodear el sofá. Se dividen en un grupo de dos y otro grupo de tres. Y respectivamente atacarán un grupo por la izquierda y otro por la derecha. Se acercan cada vez más, en completo silencio para que nada les delate. Ven segura su victoria. Se colocan las armas para poder disparar mejor. A una seña del chico de las gafas de sol rodean el sofá a toda prisa y saltan donde deberían estar sus enemigos. Pero no hay nadie, todo está vacío. Se miran extrañados y escuchan risas detrás de ellos. Han caído en una trampa. Los cazadores se han convertido en presa. Les apuntan, disparan. Han perdido el juego.

Tiene doce años, el pelo negro y mide un metro con cuarenta centímetros. El sonido de la inmensidad del bosque en sus oídos es curioso, las voces de los árboles milenarios agitadas por el viento, el eco de la actividad de todos los animales que deambulan ajenos a todo, los trinos perdidos de los pájaros. Empuña un arma, y le siguen otros cuatro chicos con sus correspondientes armas. Solo visten con pantalones cortos y sandalias; sin embargo uno de ellos lleva unas gafas de sol cuyos cristales están llenos de arañazos. Están atentos, saben que hay otro grupo en las proximidades, probablemente escondidos, vigilando en silencio. Avanzan por el bosque, uno detrás de otro, se cubren con los apretados troncos de los árboles, y se hacen señas. El otro grupo está cerca, cubiertos por un montículo de piedras. También visten en pantalones cortos y sandalias, aunque uno de ellos lleva una gorra militar. Ambos grupos saben que la vida y la muerte dependen de lo que hagan a continuación, saben que están muy cerca los unos de los otros, saben que quieren sobrevivir y que rendirse al enemigo equivale a la muerte. Uno de los chicos del grupo que avanza por el bosque, levanta la cabeza y mira a través de los árboles. No ve a nadie, y se lo comunica al resto en voz baja para que nadie pueda enterarse de la estrategia. Tras unos instantes de discusión deciden moverse, buscar a sus enemigos y acabar con ellos de una forma rápida. Piensan que rodearles sería la mejor opción así podrían acabar con ellos sin permitir que ninguno escapara con vida. De repente, escuchan un ruido que proviene de detrás de un montículo de rocas. Se miran nerviosos y con la confianza del que sabe que va a seguir viviendo un día más. Medio agachados, se disponen a rodear el montículo de piedras. Se dividen en un grupo de dos y otro de tres. Y respectivamente atacarán unos por la izquierda y otros por la derecha. Se acercan cada vez más, en completo silencio para que nada les delate. Ven segura su victoria. Se colocan las armas para poder disparar mejor. A una seña del chico de las gafas de sol rodean el montículo de piedra a toda prisa y saltan donde deberían estar sus enemigos. Pero no hay nadie, todo está vacío. Se miran extrañados y escuchan insultos y gritos de triunfo detrás de ellos. Han caído en una trampa. Los cazadores se han convertido en presa. Les apuntan, disparan. Han perdido la vida.

27.10.10

Historias anónimas V

Desde que puedo recordar siempre he tenido un pensamiento: marcharme de aquí, ir a donde se pueda tener una vida, donde haya comida y agua. Mi aldea es pequeña, de chozas de barro diminutas. El agua está lejos. La gente suele tener alguna que otra vaca, si el tiempo acompaña cultivan algo. Hay veces que el calor es insoportable, y otras, sin embargo, el frío se abre paso y se aloja alrededor del corazón. Si miramos del pasado hasta ahora vemos que no ha cambiado la vida en la aldea prácticamente nada. Las mismas herramientas, las mismas canciones, el mismo dolor. Sin embargo si hay una pequeña diferencia, ahora en la ropa que llevamos aparece el logotipo de Coca-Cola o el símbolo de Nike. En las temporadas de sequía suele venir un gran camión que nos proporciona agua, aunque siempre es muy justa. Escuchábamos que en otras partes del mundo las cosas eran muy distintas, que había infinitas posibilidades para todos. Aquí no había nada de eso, aquí solo había lo poco que uno consiguiera. Miraba el suelo, medio resquebrajado, e imaginaba otra vida, en otro lugar, donde todo era diferente. Era un sueño, un deseo, un milagro.

Tras veinte años en la misma aldea, viviendo cada día igual al anterior decidí marcharme, huir, buscar ese lugar donde todo se cumplía, donde nada se acababa, donde todo era posible. Ahora estoy en medio del océano, rodeado de gente que me aprieta. Todo está en silencio. No sabemos si estamos avanzando o si simplemente estamos parados a merced de la corriente. Nadie habla, nadie quiere decir nada. Todos hemos arriesgado mucho. Hay poca comida y poco agua potable, pero si hay mucho miedo y mucha angustia. No hemos divisado ningún otro barco ni siquiera aves marinas. Todo lo que nos rodea es un mar que no nos da la bienvenida, un sol que no nos deja en paz, una luna que nos mira de reojo. No sé qué va a pasarnos como no lleguemos a tierra firme, cuando se nos acabe la comida o el agua. Tras dos días divisamos tierra, algo en nuestros corazones se agitó y se hizo grande como una tormenta de arena. Algo nos hizo sonreír: la visión del cambio de nuestras vidas, de nuestra suerte, de nosotros mismos. La visión de un sueño cumplido es algo extraño. Pausa y acelera el ritmo cardiaco al mismo tiempo. No sabes si reír o llorar. Se paraliza el tiempo y todo va muy rápido.

Saltamos de la balsa antes de llegar a la orilla. Tras varias horas buscando encontramos algo que nos hizo añicos, nos convirtió en astillas, en polvo, en vacio, en nada. Encontramos ese otro mundo. Un mundo formado por aldeas de chozas de ladrillo y cristal, por hambre y sed, por ruina y contaminación. A fin de cuentas, un mundo muy parecido al lugar de donde procedía. Sin embargo, su color de piel y el mío, junto con los recién llegados era distinto. Esa era la única diferencia. Aquí no hay oportunidades. Los sueños siempre son pasajeros, la vida pasa deprisa. El agua tampoco es para todos. La comida sólo si tienes dinero. El dinero si trabajas. Y no todo el mundo tiene trabajo. Lo tiene quien lo tiene, para el resto no hay nada. Es otro mundo, pero con el mismo tipo de miseria. Es otra sociedad, y es prácticamente igual que de la que huía. En mi aldea la tierra se resquebrajaba, aquí el hierro se oxida.

14.10.10

Historias anónimas IV

Teclea a toda velocidad sin mirar las teclas. Da igual, no se equivoca. Su mano derecha va del ratón al teclado, sin descanso. Desde que se levanta se sumerge en un mundo sustentado por internet, juegos, páginas, redes sociales, foros, chats, que nunca cesa, siempre está activo, nada duerme. Y ahí, en ese mundo infinito y virtual pasa su vida, mientras, alrededor la vida real se expande y se contrae, y avanza, sin que él se percate. Para él, el tiempo consiste en el tiempo de conexión, la comunicación en palabras distorsionadas y privadas de las vocales. Salir de casa es entrar en alguna página web, el clima no sé siente y el oxigeno no se respira.

En su escritorio el polvo se atrinchera y latas de refrescos y platos sucios se acumulan, algún bolígrafo agoniza, algún folio en blanco reclama una atención que nunca recibirá. El suelo lleno de cables recuerda a decenas de finas serpientes negras retorciéndose y asfixiándose unas a otras, la luz del techo ya nunca se enciende. Suena el teléfono pero no lo atiende. La vida pasa, no se detiene. Nadie llama a su puerta y las plantas se marchitan, se mueren dejando el vestigio desatendido de sus cuerpos sin vida.

Se acuesta y al poco tiempo se levanta. Se conecta a ese inmenso corazón, cerebro y médula espinal multitudinaria. Ese nexo con el mundo. Esa puerta que para él lleva a un hogar donde la soledad no existe, donde millones de personas se encuentran, se hablan, comparten cosas. Esa biblioteca, esa fuente que emana sin descanso información, ese cine, esa radio, esa televisión, ese álbum de fotos. Sin embargo no se da cuenta de que ese nexo con el mundo es una pantalla, una torre, un disco duro. Piensa que no está solo pero no hay nadie a su alrededor, no hay amigos, no hay conocidos, no hay familiares. En ese mundo irreal no hay nadie que le conozca, que pueda acudir en su ayuda. No se comparte nada material. Tiene todo, y a la vez, no tiene nada. Se cree vivo, pero al igual que sus plantas se marchita. Privado de los placeres de ir al cine, de pasear por la calle, de sentir la lluvia, el frío o el calor. Privado de sentir la presencia de otro por sentir la nada de la multitud cibernética. Privado del tacto de las páginas de los libros. Privado de viajar por hacer viajes a cualquier parte sin moverse de la silla.

Sigue tecleando ¿es invierno o es verano? Sigue navegando por la red que le tiene atrapado, por el mundo que le tiene absorbido. Su biografía es un historial, su rutina unos cuantos clics con el ratón, memoria no necesita, su legado el hueco que dejará en su silla. Sigue tecleando ¿es de noche o es de día? ¿Hace cuánto que no ha comido? Sus ojos enrojecidos y su respiración entrecortada, sus huesos marcados y su palidez extrema, su aspecto desaliñado y su barba poblada, su vista es lo que aparece en la pantalla y su tacto ya ha borrado las letras de las teclas. Enterrado en internet y en diversos programas, sucumbido a un mundo donde muchas cosas están al alcance, ya nunca tiene ni sueño ni sueños. En internet su perfil está sano, en los buscadores se mueve rápido. Casi ni pestañea pero si se extraña, su ordenador está bien pero él no. Las letras del ordenador se entrelazan y se difuminan, parece hundirse en la propia superficie de la pantalla. Escucha un zumbido que no viene de ningún sitio, un dolor en el estómago, el pecho, en las sienes. Intentando no quedarse inconsciente, las manos sin querer aprietan teclas, teclas que apagan el equipo. El ordenador se apaga, él se apaga sin posibilidad de volver a iniciarse.

Pasan días, semanas y nadie sabe lo que ha ocurrido. El mundo real y el virtual avanzan, la vida sigue. Los que son amigos se encuentran, los conocidos se saludan, la familia se apoya. Un día llueve, otro hace sol. Se estrenan nuevas películas, un avión aterriza otro despega. Un ordenador se enciende, otro se apaga.

6.10.10

Historias anónimas III

Se mira al espejo más tiempo del normal, intentando absorber su reflejo, entrar en su memoria y así verse cinco años más joven. Y así durante un ratito cada día vuelve al pasado y evita haber malgastado tantos años, haberse causado tantas heridas y destrozos, tanto miedo, tanta angustia. Luego se maquilla, se pone unas gafas de sol que casi le cubren la cara entera, y sale a la calle como si fuera una débil ráfaga de aire que no tiene fuerzas para seguir su camino. Casi como una triste melodía suena el eco de sus pasos por las callejuelas mientras cumple con su rutina. Y una lágrima asoma entre sus ojos cuando ve sonrisas entre los transeúntes, cuando ve vidas que no son un infierno como la suya.

Tras un rato haciendo alguna que otra compra vuelve a casa casi arrastrándose entre las cadenas invisibles que se cierran sobre sus muñecas y tobillos, cadenas que queman y que pesan, que se abren pasó por la carne hasta llegar al alma. Llama al ascensor con la mano temblorosa del que teme lo que pueda ocurrir si camina por un campo de minas y con el gesto resignado del que acepta ser devorado dentro de un laberinto. Sabe los segundos que hay desde que llega el ascensor hasta que sube a su piso. Cada segundo es como una punzada de dolor en el costado, y cada metro que sube el ascensor más y más mengua ella. Entra a su casa y deja las llaves en el mueble de la entrada, se escucha con facilidad la televisión encendida. No le ve, pero sabe que su marido está en el salón, delante del televisor. Él ha oído el sonido de la puerta pero no ha saludado, hace tiempo que no tiene ojos para ella. Hace tiempo que a medida que las botellas se vacían más aumenta su furia y su enfado con todo y con todos, y cada día más botellas se vacían, y cada día más furia se abre paso por su sangre.

Ella rápido hace la cena y pone la mesa, intenta que nada de lo que haya provoque su enfado. Él se sienta con un suspiro y fija la mirada en el plato vacio. Ella sirve la cena. Justo cuando se sirve ella escucha el estrépito del plato rompiéndose contra la pared seguido del vaso y los cubiertos. Tira además la silla, la olla con la comida, el plato de su mujer, la jarra con el agua. Vuelve al salón sin dirigirle una palabra. Ella sollozando se consuela que esta vez por lo menos no ha habido golpes, ni insultos. Y con la espalda apoyada en los azulejos de la pared y sentada en el suelo, entre los cristales y la cerámica; los restos de comida y la mala fortuna que inunda todo el hogar vuelve, sin mirarse en el espejo, al pasado. Piensa en su marido, en lo mucho que cambió. Las palabras románticas y los poemas dieron paso a una agresividad que en privado era capaz de hundirla en un abismo oscuro. El afecto tornó en veneno. Piensa también en lo que ella ha podido hacer mal, piensa tantas cosas al mismo tiempo que ni sabe que pensar. Nunca se imaginó en esta situación, en un túnel oscuro, aislada.

Recoge todo y limpia la cocina. Cuando acaba se pone apoyada en la puerta, con una mano en el manillar y la otra en la cadera. Mira la cocina, ahora más tranquila, con la respiración calmada que hace acto de presencia después de haber llorado. Se da cuenta de que hay un pequeño trozo que se ha olvidado recoger de uno de los platos rotos. Lo mira atentamente como si fuera su propia vida, algo que tenía forma y de repente, con un gran golpe, se rompió en varios pedazos. Algo que una vez roto sería muy difícil arreglar. Después de unos minutos, apaga la luz, respira hondo y se marcha a dormir.

24.9.10

Historias anónimas II

Regresé tras dos años, seis meses, catorce horas, cuarenta y ocho minutos. Contando solo el trayecto de vuelta, treinta horas, veinticuatro minutos. Regresé con una maleta cargada de vacío, con la mente llena de malos recuerdos. Regresé convertido en un héroe para mi país, y un trozo de metal lo atestiguaba. Un héroe más. Un villano más para el bando contrario. Nadie para el resto del mundo. Me recibieron con cariño, con la mirada de angustia, pena y amor de los que estuvieron sufriendo mi ausencia. Sentí el nexo irrompible de la amistad, la cortesía y las palabras amables de los vecinos y conocidos. Regresé a mi hogar y sin embargo no podía descansar en una cama después de tanto tiempo durmiendo en un saco de dormir, sobre algo parecido a una camilla de hospital. No podía olvidar el amargo sonido de las balas, los gritos, las bombas, la muerte. Al cerrar los ojos no podía olvidar como se perdía el brillo de las miradas, como de repente algo estallaba, como la gente corría desperdigada buscando sobrevivir. No podía olvidar la muerte de mis amigos, de mis aliados, de mis enemigos, de los civiles. Muertes sin sentido, sin honor, vacías. La muerte de un grupo de soldados al pasar por encima de una mina olvidada de otras guerras, que poco o nada, tienen que ver con esta. La muerte de enemigos cuyas armas eran de hace cuarenta años. No podía olvidar el aciago destino de los que se veían en medio del ejército y de la guerrilla, de los atentados, de las balas perdidas. No podía olvidar cada noche que me dormía preguntándome qué hacíamos allí, cuándo volvería a casa. Y no podía olvidar cada mañana levantándome antes de que amaneciera sin haber obtenido la respuesta.

Y tras tanto tiempo allí, a pesar de las ráfagas de metralla, de las explosiones y cañonazos, sólo obtuve leves magulladuras. Sin embargo, regresé plagado de heridas que no cicatrizarían tan fácilmente como lo hicieron los golpes, los moratones, y arañazos. Las heridas que me provocaron la impotencia de tener que disparar al no entender el idioma. La herida que causa observar como el tiempo se detiene al apretar el gatillo, al caer contra una trinchera y taparte los oídos para no quedarte sordo por el grito maldito y aterrador de una explosión cercana. Y tras tanto tiempo allí, al agacharme y acariciar la arena, sólo acariciaba el áspero dolor que me atenazaba la garganta. Y al atisbar el cielo por el día sólo contemplaba la estela de algo que ya nunca volvería ser lo mismo, y por la noche, las estrellas me recordaban el mar de puntos luminosos en el que se transformaba mi ciudad cuando se ponía el sol. Y tras tanto tiempo allí, me di cuenta de la realidad que me rodeaba, la absurda realidad que rodea todo lo absurdo. Me di cuenta de lo que significa luchar, de lo que significa vivir, y de lo que significa sobrevivir. Y me di cuenta, en aquellas veces que, entre tanques y helicópteros, creía menguar siempre había algo por lo que volver al mundo y seguir luchando, en medio del grotesco vendaval de lo tremendamente injusto.

En ocasiones, creí entenderlo todo y al mismo tiempo no saber nada. Creí que abandonaba el mundo a pasos de gigante. Escuché, vi y sentí momentos del pasado y me supieron a tristeza. Y el mundo entero se resquebrajaba cuando el correo se retrasaba o la cobertura de los sistemas de comunicación se perdía. Aún así, regresé. Desde luego no volví feliz, aún cuando volví a ver a mis seres queridos, aún cuando me encontraba a miles de kilómetros de mi regimiento. La enhorabuena de mis superiores, saludos militares, banderas, miradas de aprobación, todo lo esperado por cualquiera, pero bajo la piel, me atravesaban el cuerpo estalactitas de recuerdo y sufrimiento, y, como grandes nubes se alzaba en mi interior una gran furia hacia lo que mucha gente aún sin conocer cree, con orgullo, justo y necesario.

14.9.10

Historias anónimas

Pasaba el tiempo y sin embargo todo era exactamente igual, el mismo color blanco en las paredes, la misma sobria decoración, las mismas vistas a un patio interior donde la única vida apreciable eran algunos geranios que nunca se atrevieron a florecer, el mismo olor a desinfectante y a recuerdos, a vejez y a cansancio. La mayor actividad era sentarse y pensar; pensar en cómo había sido su vida, en lo que hizo bien y en lo que hizo mal, en esa familia para la que acabó siendo una carga pesada. La mayor actividad en los veteranos del centro era pensar, y para los nuevos, en poco tiempo la comunicación con los compañeros era sustituida por una larga mezcla de tristeza y aceptación que con el tiempo concluía en la reflexión en la que se sumían los veteranos. Y cada tarde, él se sentaba en su sillón del cuarto y pensaba. De vez en cuando se enfada con todos, consigo mismo, con nadie en especial. No aguantaba al personal, desde la limpieza a los enfermeros pasando por la secretaria y los encargados de la cocina, gente sin respeto por todos aquellos a los que sin quererlo o resignados, habían acabado allí como los más presos entre los prisioneros a los cuales se les enseñaba y se les entregaba la apariencia de una libertad que ya no iban a poseer.

Pensaba en todas esas cosas que ya no podía hacer: disfrutar de un paseo, de la agradable compañía de sus nietos, ahora tornados en pequeñas luces que venían de visita una vez por trimestre. Ya no podía leer el libro deseado, si no esos volúmenes gastados que morían de pena en una estantería fría, que pese a limpiarse dos veces al día, permanecía marcada con la imagen de lo que sólo es decorado, attrezzo en una película tan real como la vida que se consumía en aquellas estancias. Todos aquellos antiguos placeres habían sido sustituidos por absurdas imitaciones: los paseos ahora eran cortos pasos por pasillos y comedores, por salones comunes y ascensores, por compañía la de los otros ancianos, los cuales muchos estaban absortos en la magia negra de la enfermedad o la debilidad mental, y los libros, aquellos libros sin letras ni páginas, ni portada, ni título que descansaban en la estantería. Pensaba en por qué demonios su hijo le había llevado a este lugar privándole de sus últimos años de vida, de la vida real que se respiraba fuera de la residencia, de la vida que siempre había tenido. Recordaba viajes, romances y viejas amistades que el tiempo terminó matando o desviando hacia otros lares. Recordaba días mejores. Pensaba que tener una buena memoria al final hacía más daño que otra cosa, anclando buenos momentos en su mente que nunca volverían a producirse. Odiaba que ochenta años se hubieran pasado en el tiempo que dura dormir y despertarse. Odiaba estar despierto, odiaba tener que dormir en algún momento.

Miraba con el ceño fruncido la residencia de ancianos, un irónico nombre, pues para él no eran más que estatuas, mundos encerrados en un cascarón humano imposibles de alcanzar, testigos mudos de vidas que quedarían enterradas para siempre, mentes que perdían el brillo, mentes que en algunos casos ya estaban apagadas. No comprendía como la vida daba estos giros, empezando en oscuridad y terminando en oscuridad, colocando la felicidad a la altura de la Luna, llenándonos de misterio y de conocimientos imposibles de abarcar. En esos momentos, harto ya de pensar y pensar en lo mismo de siempre, se tocaba la frente surcada por arrugas como para constatar que había envejecido, que estaba allí y no en otro sitio, que sólo podía pensar pues no podía hacer otra cosa. Y se levantaba del sillón, se acercaba al teléfono, lo descolgaba, y tras unos instantes de duda volvía a colgar el teléfono, volvía a sentarse en el sillón. Y tras sus gafas, lágrimas amenazaban con tormenta, pero tras instantes de incertidumbre ninguna nube relampagueaba y aquellas gotas se congelaban y volvían a ser tragadas por un corazón que poco a poco se agrietaba y paradójicamente se hacía más pétreo.

11.9.10

Dimensiones inexactas

Porque no me salen las palabras cada vez que golpeo mis sueños contra tus cuerdas vocales, cada vez que ardo y me consumo, cada vez que pienso y en realidad me alejo, cada vez que navego y sólo naufrago. Trato de desprenderme de esta capa liquida de cansancio, de esta mortal amenaza, de este furioso vendaval que aletea y aleta en busca de llenarlo todo de ceniza. Trato de devorar el tiempo atmosférico, de quitarme la vida en este precipicio de vendas y tiritas. Y cuando estoy a punto de conseguir estallar en tempera y azul eléctrico, vienen a mi encuentro mil pesadillas llenas de plumas purpuras y blancas, trayendo sus rayos y sus truenos, sus rosas negras y sus setas venenosas. Y me engañan sus frutos y me atraen sus misterios, y acabo vencido, cubierto de musgo y serrín, sujeto a la luna por hilo dental y hiedra, y cada noche lo mismo y de madrugada me puede la visión de este mundo de cristal y cartón piedra, de los colmillos de todos estos lobos que no hacen más que amenazar. Y me muevo por el colchón y acabo debajo de la alfombra. Y me distraigo y no puedo hilar ningún pensamiento. Porque si no me subo a tu pelo no me despejo, porque si no bebo de tu rostro este dolor persiste y me destruye. Porque si la vida me embiste me escondo en cualquier sitio y me acurruco, y observo pasar las horas viendo como tu paladar se deshace. Viendo como la noche planea asaltar la nevera de mi locura, como se producen mil escaramuzas entre el odio y el placer.

Porque no sé como escapar de esta prisión de alambre, de este enjambre de caricias, de este oleaje furioso y oscuro que choca contra mis costillas, y harto de flores secas, de tantas barreras, de tantos rincones, busco la hoguera más sedienta de corazones y me lanzo a sus brazos. Y siento como la luna me mira y se ríe para sus adentros, y no me arrepiento de haberme llevado conmigo toda la arena. Y quemo el horizonte si no amanezco cerca de tu portal de secretos y pantanos. Y no me arrepiento de haber arrojado al infierno este puñado de frías sombras, este infinito ejército de vinilos y carteles publicitarios, este espeso sabor a envidia, estas hectáreas de bosque incendiadas por el infortunio. Y no me arrepiento de soñar despierto cada mañana, ni de tejer tus parpados con mis pestañas, ni de romper todos los huesos de este invierno a punto de explotar. Y si me canso de esperar tu luz, me deshago en noche, en tiburones hambrientos y en lagos sedientos, en una derrota atroz, en otro experimento.

Porque no se contar todas las veces que he terminado andando por el techo del cuarto, enterrado en el jardín, atravesado por miradas de rencor, mutilado por esta intensa llovizna que no son más que tus lagrimas. Me fundo con el cielo y con la peor resaca, pico entre horas problemas y puñaladas, armas de fuego y tanques blindados. Y cuando ya mis nervios se rebelan y quiero salir de mi propio cuerpo me doy cuenta que tantos huracanes no han servido para nada, que tantas sandeces no son suficientes, que sigo hambriento de tus dientes de cocodrilo, de tu dinamita. Que siempre tenemos la muerte y el olvido en los talones, que siempre hay tiempo para arrepentirnos, para volvernos locos y discutir con todos los gatos rojos y dragones aguamarina, para devorar tanto silencio que no tengamos más que callarnos, para vomitar tanta angustia, tanta tensión, tanto miedo.

7.9.10

Personalidades inéditas

Soy la casualidad de los accidentes, el dulce sonido de la explosión. Soy el amargo sabor del rencor que agrieta la piel por dentro, la luz del más oscuro rincón de la cueva. Soy el pensamiento que viene de visita, el tremendo placer de las desgracias. Soy el vertiginoso desgaste del tiempo, la obsesiva limpieza de los grilletes del que se cree libre. Soy las buenas acciones del Demonio, la inmensa crueldad de Dios. Soy el sufrimiento del culpable, la pasividad del inocente. Soy el segundo tan trágico de las despedidas, la tinta emborronada por las lágrimas en las cartas. Soy la elegancia del que sabe morir bien, el peso apabullante en los hombros de una larga vida. Soy la cara oculta y oscura del que se cree bueno, la sonrisa suave del malvado, el beso del traidor, el abrazo del olvido.

Soy cada día igual al anterior, el instrumento que sobra de una orquesta. Soy el ataque de celos infinito del solitario, la inaudita sordera del creyente, la gran desconfianza ante los milagros. Soy un mar de dudas, un punto y aparte. Soy la moda que nunca pasó de moda, la intranquila diversión que produce lo prohibido. Soy el segundo antes de una gran catástrofe, la aridez de una mirada mortal. Soy las nubes que empañan el cielo en otoño, la comercialidad de la baba de caracol, la aversión a los velatorios y a las bodas. Soy el desastroso azar del universo, el cometa que se estrella contra nuestras ideas, la gran capacidad hipnótica de la televisión. Soy la fe en días desesperados, una enorme granja en época de vacas flacas. Soy el atardecer en el sol, la irresistible atracción que produce el poder. Soy cada pregunta sin respuesta, cada día de lluvia, cada mensaje en una botella. Soy el hambre de veneno, un fatal perfume, el mortífero brillo de unos labios. Soy las ganas truncadas de comerse el mundo, la estampida de sueños, la vajilla que por buena muere de polvo en el fondo de un cajón. Soy la indiferencia hacia la guerra, la consternación ante la bajada de salario. Soy la credulidad del que cree saber mucho, el peor papel del mejor actor y viceversa. Soy el que calla ante el abuso, el que cae y no puede levantarse. Soy otro totalmente distinto. Soy la profecía que nadie se creyó, soy el “había una vez” que no venía a cuento, el estridente sonido de los mosquitos, el gato que entre azotea y azotea reflexiona sobre su vida. Soy la autoridad del primer escalón, el aroma a duermevela en las clases, el temblor del cirujano, el cable rojo o el cable azul, la vista del murciélago, el fuego del dragón de comodo.

Soy el futuro que está por llegar, el pasado que justo ahora era presente. Soy la niebla que embadurna el pensamiento, unas cuantas palabras que formaron unas cuantas frases. Soy otro mundo, otro susurro, otra historia.

25.8.10

VI

Se nublan las ideas y se repite la misma historia una y otra vez. Las mismas manos que se apartan, los mismos labios que se agotan. Madrugadas que despiertan con el sol en las legañas. Tirabuzones de petróleo y humo violeta enredándose con el destino. Mundos que apartan la mirada y cielos empapados en desdicha,
Pongo la mente en blanco y escucho mis latidos. Será por falta de energía o por las grandes cantidades de productos químicos pero a cada pálpito me despisto y acabo devorando tus arterias, destrozo la vida y muero contigo. Cubriéndome entero de un luto ridículo. Sustituyendo el brillo por el halo oscuro del misterio y un último adiós donde bandadas de cuervos se convierten en la noche de mi alma. Llorando asteroides y mis brazos llenándose de hiedra. Y con la fuerza de un relámpago en mi pecho hay una avalancha de piedras y hierro fundido. Abriéndose paso desde mis entrañas hasta fuera de mi piel, leones y tigres de bengala rugen y dan zarpazos a cualquiera que se acerque. Y mi columna vertebral son millas de tinieblas y explosiones nucleares. Y todo lo demás son kilómetros en llamas y maremotos de latón. Y del sol sólo hay lamentos, y de las flores se desprende el aroma del odio y del color sepia.

23.8.10

V

Confundimos el camino. Caímos al fondo del mar y nos ahogamos entre penurias, observando los peces de nuestros últimos suspiros. Y arriba el sol se cuela por el mar y nos ilumina el rostro. Un rostro derribado por el tiempo. Al abordaje en nuestros corazones el amoníaco y el demonio. Y en nuestras miradas pierde la vida un avión en llamas. Y por los barrancos caen piedras y persianas y miradas de terror.
Rebosante de envidia y avaricia la comisura de la boca de las estatuas. Siendo cada vez más lento y menos sabio arrastro mis huesos por el rastro sin huellas del otoño para terminar en una explosión de hielo y árboles frutales en mitad del más duro de los inviernos. Y tu mirada de loba me hace aullar y gritar, y soñar hasta que pierdo el tren que me devuelve a la realidad. Y te disipas y yo enciendo el televisor y me golpeo los parpados con la señal que la cólera emite para que los ojos se me sequen con los pixeles de la poca paciencia que tengo para aguantar la gota fría de las pesadillas. Y hasta arriba de pastillas vuelo a otro mundo donde la adrenalina es un compañero leal. Y el despertar es un susto pasajero y los latidos una molestia leve.

22.8.10

IV

Venciendo la fatiga, derribando la llana superficie del exceso de color marrón madera desapareciendo de nuestros bosques. Tiñéndose todo de miseria me vuelvo a alegrar pensando en la poca paciencia que me queda, en el sudor frío que recorre mi médula cuando tu ausencia se acentúa. Ebrio de tus susurros, cansado eternamente de los altibajos de seguir tus huellas. Tus labios son veneno y tu caligrafía mantiene unidas a mis neuronas. Y no me des más cuerda, que me enamoro de cualquiera que no pare de brillar. Y la constelación de tu rostro me invita a absorber el universo entero y arrancarme la cólera de la piel con un golpe de aire. Y de tu paso sólo queda escarcha, mi corazón roto, mi alma magullada y mi frente llena de arrugas de haberme pasado el tiempo admirando tus legañas. Y queriendo colarme en tus sueños muero de indecisión entre tu ciudad de pesadillas llenas de maldad y sobredosis de caricias negras y alquitrán.
Y pasando del oxigeno, cubierto de aromatizante y empapado por la oscuridad maldita que devora a los incautos.

21.8.10

III

Estábamos totalmente perdidos, como un zapato de tacón en mitad del desierto, como una llovizna debilucha en mitad del Monzón. Perdidos y totalmente indiferentes como la roca que sobresale en mitad del mar, ajena a la marea, ajena a la espuma y al salitre, mientras todo pasa y todo deja de pasar. Inmunes al humo y a las cuestas nos derrumbábamos como un suspiro se disipa en pocos segundos. Le clavamos las garras al lobo feroz que desde parajes oscuros gritaba y nos hería, agrietándonos el ánimo, secándonos el espíritu, pudriendo nuestra alma. Y a grandes zancadas el universo se me queda pequeño para poder seguir corriendo y bebiendo fuego, guardo pedacitos de invierno en el corazón, puñados de infierno en las sienes. Conviviendo con la rabia y con la señal de la televisión ausente por el momento. El frigorífico no enfría y mi cama está revuelta. Trastocado mi avance, me deprimo y me alegro según la cantidad de niebla que oprima mis sentidos. Convertido en escarcha, en polvo, en grandes masas de petróleo y ceniza apilada y compacta que bloquea la tráquea de la inspiración. Rodeado de cicuta, juego a bucear y a perder la vida en tiempo record. Y ni mencionar el reloj, ni el sedentarismo. Sin bendecir la mesa donde la locura se sienta a devorar neuronas y a moldear pensamientos sembrando el caos y el odio y miles de estrellas fugaces.

II

Caen las hojas, el hielo se deshace, el tiempo pasado siempre fue mejor. Palomas mensajeras y cambios de humor que trastocan la indiferencia que siento al ver como las estaciones pasan de largo sin agitar su pelo ni saludar a los transeúntes. Sintiendo el alivio de no tener la responsabilidad insana de no dar un paso si no quiero. Dejando para mañana miedos y personas. Olvidando las cicatrices que no se me pegan a la piel y el rostro seco y turbio de pensar demasiado. Bailando con los años que vienen por delante, planeando al detalle un atisbo de color, una explosión de candelabros y cisnes. Navegando sin rumbo entre absenta y miradas furtivas, que ni se dejan cazar ni invitar a un paseo por los sueños y una cena para dos en el silencio. Buceando a pulmón por el más profundo hielo de deseos rotos. Abrigándome con las pestañas doradas del amor olvidadizo. Dejando el corazón en casa y maniatado. Sediento de restos de amanecer impregnando de violeta y rayos de sol mi almohada. A ciegas por un camino de abrumadora realidad y ciencia ficción para fines de semana. Muerto de la risa. Batiendo mis alas y creyéndome libélula, creyendo cierta la historia de las ensoñaciones de hotel y los mitos de maletas. Guiándome por la luz de los instintos para acabar empapado de gasolina y vacios de magia y desiertos exóticos.

I

Que ya no vuelo, observo el pasar del tiempo como el implacable avance del agua de un rio que llega a la desembocadura del mar. Trazo planes, cambio de ideas, olvido el ajetreo que causa el daño, la pesada carga de la conciencia. Pero también tiemblo si me paso el día contemplando tu rostro y vuelvo a casa como un soldado herido, con el alma drogada de tristeza y cada músculo con ganas de llorar. Y al volver a casa ni piso la sala de estar porque si tú no estás yo tampoco estoy. Porque si tu sonrisa no choca con mi vista me echo a temblar de frío. Busco soluciones, hago el ridículo, y mientras, tu estela se disipa como el papel consumido por el fuego, como las huellas en la arena.

Que ya no me siento seguro con mi mente acechando. Así que si me ves hirviendo mi espíritu no te asustes, todavía me quedan muchas cosas por perder. Y si gano hago trampa y pierdo. Y si pierdo sin querer me consuelo con que la próxima vez lo haré mejor aunque no es cierto, siempre miento a mis mentiras, siempre quiero dejar de jugar al escondite y aferrarme a tu paladar y abrazar a tus papilas gustativas disipando la ira, evaporando la vida a cada calada, haciendo nubes de arena y tinieblas con lágrimas. Abrazado a las farolas, sin suerte en los bolsillos, sin la inmensa asfixia de perder el tiempo. Perdido en tus persianas, pregono ganas de olvidar a tu blusa. Me fusiono con mi sombra.

Y olvido el ritual del despertador y ese continuo sabor a nervios, a prisa. Ese amargo sonido de echar de menos tu voz.

8.7.10

Relámpagos en vena.

Mira chica, no soy tiempo, ni bruma, ni espuma de mar. No soy un volcán, ni bombas de napalm entre sabanas. No soy un barco de guerra, ni una furiosa tempestad, ni un desprendimiento de tierra. No conozco los límites, ni la derrota. Y si los encuentro me hago el despistado y me despisto, y acabo empapado en alcohol o algo peor, caminando a gatas hasta la puerta de casa. Que no sé la mitad de lo que alguien sabe, y pocas veces acierto. No sé de arte ni moda, para mí todo es tan pasajero como los segundo que ahora mismo estoy perdiendo. No sé de vino, sólo bebo por necesidad y si hay dinero tal vez me anime a algo que me ahogue y no me haga pensar. Que no sé de amor ni paz, ni de atardeceres enigmáticos, ni momentos mágicos. No sé de poemas ni de novela de ficción, ni de fricción entre pestañas, ni ansias de de desangrar el mundo y destripar el horizonte utilizando estalactitas y cálidas llamaradas de metal. Que no sé de vinilos, ni ataques nucleares por la espalda, ni de jarrones japoneses. No soy un gran chef ni una mejor persona, ni si quiera un genio. Aunque tal vez sea sólo un demonio que no se cansa de llenar de humo sus dominios.

Escucha, que tengo prisa y demasiadas ansias por calmar mi rabia inyectándome relámpagos en vena. Que tengo que montar en trineo por el desencanto y salir ileso de anidar en tus huesos en este solsticio tan absurdo. Necesito olvidar las fobias y el descontrol, la doble personalidad y las mareas de miradas de maldad y tinieblas que no dejan de crecer. Que necesito fuego, caricias, inseguridad, y gritos de angustia para pasármelo bien, y tal vez un par de muertes por semana. Robos a mano armada de maletines llenos de sueños, de sacos de dinero con el símbolo del dólar, esperanzas en cajas fuertes y pensamientos en las carteras. Y si nada de esto me calma, saldré de mi guarida, armado con queroseno y metralla para causar heridas a todos los transeúntes que transiten por mi espacio vital. Y no me preguntes como me gano la vida, porque provoco bajadas de autoestima sólo por placer, e intento morder a la muerte, y no dejarme ver por la ciudad, pero aún así cuando el otoño amarga me gusta tener algo a lo que abrazar y escupir mis órganos y las luces de neón que pululan por medio mundo. Que no estoy medio mudo ni medio sordo, y tampoco estoy para bromas, así que deja de mirarme a los ojos, deja de rodear tu corazón con muros de ladrillos rojos, deja de armarte de valor, quítate ese cerrojo de la boca. Pero chica, que no me quedo sin ideas, que tampoco eres única y tu sabor es pura química, y si te quieres divertir sígueme, que quedan muchas leyes por romper y poca noche por delante. Sígueme antes de que pierda el ritmo de mis pasos, de mi pulso. Que este tic nervioso probablemente sea por el continuo abuso de la nostalgia. Pero tranquila, que a veces los ojos se me impregnan de lágrimas que no son mías. Y se me oxida el alma si tú no estás nerviosa y medio loca por arder. Que estamos en una nueva era, y sólo quiero ver en mi reloj la hora de devorarte. Que si no me sigues no me pierdo, y que si vienes tus aciertos no son válidos.

Déjate de sueños, y bienvenida a mi mundo. Déjate engañar y acompáñame por estos senderos llenos de serpientes. Y quítale la piel a los planetas con los dientes, y sonríeme. Destrocemos los cristales, olvidémonos de ser valientes. De que la pena existe y de que el tiempo vuela. Aprovechemos este momento que desborda caos. Tiremos por la borda a todos los acusados de rebeldía. Seamos nosotros, agua y viento, locura y cenizas. Convirtámoslo todo en ruinas, en rocío en verano y en escarcha en invierno. Robemos todo el oro, seamos diferentes. Caigamos en el olvido y resurjamos en pigmentos de pintura. Buceemos hasta quedarnos sin aire, carguemos contra la monotonía como si fuéramos arietes. Cabalguemos, seamos profundamente injustos. Arrasemos los jardines, las fuentes, no demos abasto. Y que todo alrededor sea como una mala película de pésimos actores, una horrible novela de prosa maltrecha y hecha pedazos. Tú una dama en apuros, yo un perfecto villano. Tú encerrada en una torre, yo sin moverme del sofá. Tú una tormenta terrible, yo una brisa que se aleja y deja interrogaciones a su paso. Vívamos treinta minutos al borde del precipicio. Vívamos una vida entera sin salir de nuestros escondites.

4.7.10

El fin de los animales.

Ni tantos nombres de animales hicieron falta para olvidarte, ni tantas madrugadas de resaca.Como una estampida cruel e indecisa sobre qué camino tomar en plena medula espinal. Como una ola gigante que se despide del mar. Como tantas historias que me inventé. Como tantas verdades que no he sabido ocultar. Como este cielo azul cansado de ser cielo. Como este abrecartas que sólo espía. Como mis miles de bolígrafos sin tinta ni ganas de escupir letras y dibujos. Como mi falta de ganas de viajar por tu edredón. Como el viento, de tu boca a la mía y muerto por no saber qué decir. Como un elefante que no se tiene en pie. Como las tormentas que he visto. Como los anticiclones que espero ver. Como la luna vestida de domingo y como el sol vestido de traje oscuro. Como las margaritas que te cuentan el futuro al deshojarlas. Como mi increíble miedo a dejarlo todo como está. Como el remordimiento de haber matado. Como el alivio de confesar un crimen. Como el sabor de la sangre. Como el dolor de un golpe. Como las tardes lluviosas solitarias por Madrid. Como las noches que no puedo dormir. Como la arena de la playa. Como tu carmín. Como la vida que pasa y pasa pero no termina de pasar. Como el fin de algo que no acaba. Como el fin de los animales.

2.7.10

La imaginación de la tarántula y la ballena azul que da la vida.

Otra hora más debajo del agua. Otro minuto más camuflándome entre las sabanas. Creyéndome el rey del mundo durante un segundo. Volviendo a la realidad en tan sólo una fracción. Recortando tu silueta en mi mente. Pensando mil maneras de conquistarte. Ocultando la luna, aceptando las críticas. Intentando ser distinto y no conseguirlo del todo. Devorando el agua y todo lo que hay alrededor. Sintiéndome mejor cuándo termina de llover. Saltando al vacío de tu recuerdo y golpeándome al caer contra el duro suelo de tu ausencia. Perdiéndome entre sombras y saltos de longitud.

Abro los ojos, mis pestañas estallan en pequeños fantasmas que ya no pueden ni con su alma de cartón. Mis pupilas resplandeces y piden socorro. Mis parpados son de vidrio de botellas. Y sin ganas de sonreír, me trago el sabor áspero de no querer ni levantarme de la cama que pulula entre mis dientes. Mis manos se quejan y mis vertebras se resquebrajan, mis rodillas tiran la toalla, y nada sirve, ya no me puedo engañar con nada. Trago saliva, e intento desplegar mis alas de fuego y deshacerme de toda la escarcha que cubre mi piel. Aterrizo de nuevo en el mismo charco de aguas negras de odio pero, al menos, con un poco más de energía. Miro hacia los lados y mis muebles no tienen mejor aspecto que yo. Y las plantas, secas en sus respectivas macetas, me hacen querer plantarme y regarme diariamente hasta crecer y crecer mientras todo sigue girando. Sol y agua. Vida. Oxigeno. Y poco más, que no estoy como para gastar. Paso de las macetas a la alfombra, y de la alfombra al televisor. Una mueca de dolor, mejor me introduzco en el tocadiscos y bailo sobre algún vinilo cuya música me recuerde a otros momentos menos agrios, menos triste, con más sentido. Y sin consentimiento subo todas las persianas y entra una luz demasiado mortecina, como si un sol agónico hiciera un esfuerzo por no apagarse y seguir alumbrando. Y paso por debajo de la rendija de la puerta, y salgo a las ruinas que hay allá afuera, cubiertas bajo un cielo violeta, y una tierra gris.

Y no miento, ni tampoco digo la verdad, si mi voz se queja hasta cuando doy los buenos días. Si mi voz se parte cuando tengo que hablar de algo que no sea lo de siempre. Y por calles sumergidas en sonido de tambores y golpes de claxon, trazo con tiza tribales en los muros de ladrillo. Y si caigo en arenas movedizas, mis lágrimas se convierten en cuerdas de metal y sobrevivo por poco. Invicto pero completamente perdido. Victorioso en todo lo que no vale la pena ganar. Y las legañas me avisan de que la luna está que arde, y que los volcanes crean maremotos. Todo al revés en este terremoto de termómetros que no marcan la hora. Y no es hora de cabalgar a lomos de la desesperanza. Más bien es momento de gritar de descontento, de llenarlo todo de color y pirita. Y desangrarse lentamente al compas de la tormenta. Tiempo de navegar en trompetas de humo y orquestas de sonidos de insectos, de morir en una carcajada.

Y sin dinero en la cartera, ni amor en los bolsillos. Bebo chupitos de arena, y cacerolas enteras de magma. Y si se dejan el cuchillo y el tenedor, tiendo una emboscada a su cuello y como a mordiscos los retazos de su colonia. Y luego sueño tranquilo. Un sueño sobre una tarántula que con su imaginación nos crea, y una ballena azul que da la vida.

1.7.10

La jaula de grillos y el increíble miedo a soñar.

Viviendo en este tiempo paralelo a lo de siempre y perpendicular a una realidad demasiado afilada. Viviendo, despacio y deprisa simultáneamente. Y totalmente harto de estos barcos de vapor, y de este mal clima, de este colchón de clavos, y de esta boca de los deseos. Harto de la lluvia en la espalda y de susurros al oído. Harto del odio a la hora de la cena, del continuo sonido de las olas del mar demasiado lejos, la inmensa distancia que separa tus silabas tónicas de mis vocales, de los números malditos de las estadísticas que dicen que ya no te paras a pensar en mí. Harto del mundo y de su rectangular forma esférica, de los países y de su asfixiante trazado de las fronteras, de los colores repetidos en el mapamundi, de los errores que comento una y otra vez sin ser del todo consciente.

Y miro a mi reloj, y mi reloj está parado. Y me paro en seco y ya no sé qué pensar, si echarle la culpa al mal estado del suelo, a la luz ultravioleta, a que hoy no luzca el sol con demasiado brillo. No sé qué hora es y todo es muy confuso, medio difuminado, medio envuelto en bruma y chispas. Y pierdo el tiempo pensando en si darme cuerda o dar cuerda a mi reloj. Y pasan las horas, y lo que antes era invierno ha dado una vuelta sobre sí mismo y ahora es otoño, pero sigue girando, y tan pronto caen llamaradas de hojas anaranjadas y amarillentas de los árboles como hace un calor achicharrante. Y me rodean ahora muñecos de nieve a cincuenta grados de temperatura y épocas de lluvias en medio de este equinoccio, donde la suerte emigra a otras estepas pobladas por el azar y la elección.

Y no me decido, sin tiempo para más me aparto del sigilo y emprendo el vuelo, y salto de una taza de café a una botella de cristal. Y a la hora de la cena, devoro problemas acompañado de dolores de cabeza. Y el desayuno siempre es de madrugada, lleno de escarcha y ojeras, como mirarse al espejo después de despertar. Y el mal sabor de boca, los bolsillos llenos de notas con frases que no valen la pena y la cartera sin billetes ni monedas, sólo tarjetas que se quieren equivocar y nunca pagan nada. Y si salgo a la calle, migrañas de deseo se encadenan a mis pestañas. Y así no veo nada, porque la miopía me desborda pero a ti se te ve de lejos. Pero no te creas, que el horizonte también deslumbra, y en el umbral de la puerta escucho voces que cuentan historias. Y entre mis páginas abunda el desconsuelo, y también mis pocas ganas de callar cuando estoy en silencio, algún que otro atardecer, algún que otro secreto.

Y me introduzco en un panal de abejas, y si me pica la curiosidad cometo cualquier delito que no implique demasiado esfuerzo y así acabo en la misma jaula de grillos dónde los gatos negros regalan rosas, y donde los violines cantan desconsolados, donde la angustia se encuentra a gusto, y la pena se siente como en casa. Y en esta jaula nos miramos todos los presos y sentimos el mismo increíble miedo a soñar, las mismas ganas de estrellarnos contra los barrotes y gritar hasta que nuestra voz reviente en corcheas, y deje las calles envueltas en punteos. Y todo tan manchado de color que no se olvide.

Y no puedo olvidar, no puedo olvidarte. No es tan fácil decir que las estrellas mueren si lo que vemos es la luz que emitieron años atrás. Y no puedo dejar mi memoria en lugar seguro, ni dejarme caer en cualquier zanja donde la hiedra cause estragos a mi riego sanguíneo. Y llueve azufre, y de vez en cuando sale el sol. Pero ambos, nos resguardamos en nosotros mismos y así seguimos, llenos de odio y lapislázuli, devorando semillas de maldad y corcho. Sedientos de milagros y cambios de ritmo en las mareas que nos impiden navegar por estas aguas camicaces.

Y no me importa nada que mañana pueda ser distinto, ni que ayer expulsara fuego por la boca y miedo por los ojos. Tampoco me importan que mis muecas siempre estén jugando al despiste, y que mi camino sea un laberinto serpenteante y lleno de obstáculos. No me importa el norte, ni el sur. No me importa ese vino de doce años de reserva, ni que tus ojos sean la huella del destino y de la magia negra. No me importa atragantarme con el vacio que has dejado al dar un portazo, ni que no haya nada en la nevera. No me importa que la economía se retraiga, ni que tu piel de metal se distraiga y se mezcle con cicuta.

Y ya no tengo ganas de buscarme en el mapa, de saber si estoy en la cara oculta de la luna. No tengo ganas de seguir sintiendo hambre. De seguir malgastando tinta en describir ilusiones que se evaporan en un pestañeo. No tengo ganas de escudriñar entre la oscuridad y no ver tu perfume grapado al dorso de mis sabanas. Pero mi almohada no se queja ni el periódico dice nada, así que mientras tanto me acostumbro a rugir solo, y a saltar de azotea en azotea en busca de algo de que hablar. Y si la luna no me alumbra, cazo libélulas y brujas, dejando manchas de adrenalina y estrés en los tejados, y veneno y gasolina por las cañerías. Y si las cosas siguen como lo previsto entonces seguiré poniéndole trampas al destino, y desarmando a la lógica con páginas que no se pueden reciclar y con pensamientos extraviados, con palabras que quemo vivas, con letras cansadas de sonreír.

24.6.10

La tortuga que se resiste al paso de los años

Aspiro aire. Un latido. Dos latidos. Tres latidos. Expulso el aire. Un latido. Dos latidos. Tres latidos. Y no para de latir y es extraño, mi piel se ha convertido en hielo y mis huesos en piedra pero aún así mi corazón sigue latiendo. Sigue bombeando sangre. Maldita sangre. Maldita mortalidad y sus engaños acerca de paraísos y finales felices que sólo los necios creen. Y además ya no siento odio, ni tristeza, ni amor, sólo vacío, un inmenso vacío. Un vacío en el cual cabrían todos los océanos, y los ríos y los lagos. Todos los desiertos. Todas las montañas. Todas las personas. Un vacío que dentro de mí se extiende y que a la vez extiendo yo como un nefasto rey Midas que todo lo que toca lo convierte en vacio. Y entre gruñidos y quejas, y entre historias para no dormir y cuentos para no despertar, camino sólo por un camino estrecho y oscuro, y a cada paso que doy un trozo de corazón se me cae al suelo, que a su vez, al caer, se rompe en más y más trozos. Pero sigue latiendo, y a veces muy deprisa y otras muy despacio pero latiendo, como una tortuga que se resiste al paso de los años.

Y ha cada latido la vida se complica. Y a cada paso mis bolsillos se vacían y ya no hay hadas. No hay lágrimas ni nada fácil. Y la luz entra por mi ventana y me quema, y la noche acude y me apacigua. Y el tiempo me saluda y me dice que estalle en tigres de bengala y que salte al infinito y busque alguna perla en el fondo de un arrecife. Y que no calle más, y que devore la materia hasta reducirla a algo parecido a lo que soy. Un montón de nada. Un puñado de desilusiones hechas forma. Un gran vacío.

Y mis ojos rechinan al fijar la mirada. Mis piernas gritan de dolor al dar más pasos. Mis manos tiemblan de agonía y mi lengua busca quemarse viva. Pero qué más da que las estrellas no brillen, si las noches sin Luna tampoco están tan mal. Y si necesito más locura me estrello contra las primeras pupilas que me ofrezcan metadona y alcohol para mis innumerables heridas.

Y a pesar de todo, vas a seguir viéndome sonreír. Y alegrarme por este mundo que no funciona. Y por todas las palabras que tienen eco. Y por los posavasos que lloran. Y por los lobos que no saben navegar. Y con tanta prisa por naufragar no salgo ni del puerto sin llamar la atención de todos aquellos locos que, como yo, rasgan el suelo con las uñas y dibujan caos en folios negros. Y siendo un puzle al que le faltan tantas fichas pues mejor. Así es más difícil resolverlo. Y hay veces que hay que desangrarse a ladridos y con ganas. Para luego sentir la vida como penetra por las grietas y hace crecer las flores de mi techo.

Y tantos enjambres de mimbre que me han visto querer ser un insecto. Y tantas miradas de desprecio que se han fijado en mí. Y tanta vida por delante que no se qué hacer con ella. Y tantas mañanas sin saber nada del mundo que preocupa. Y tantas personas a mí alrededor que ni sé dónde están. Y tantos problemas que no me caben en la cabeza. Y tan poca suerte que no me arrepiento de nada.

Y no es invierno, pero tampoco debe de ser verano porque hay tantas cosas al revés que los ciegos ven y los búhos galopan. Y a cada centellada de truenos y lamentos sirvo mi alma en un granizado desesperado por salir corriendo y lleno de cansancio. Y mis neuronas tan viajeras como los cometas se van de mi cabeza y se estrellan contra otros planetas. Y soñando, soñando sueños que no le gustaría a nadie soñar llego hasta tu puerta y no llamo, vuelvo al mundo, vuelvo a la vida, vuelvo a los latidos, vuelvo a un tranquilo silencio que me hace olvidarlo todo. Pero tranquilo, que hace tiempo aprendí a abrirme las heridas y a cerrarlas cuando quiero. Y sin revolotear expando las alas y me marcho. Meto en sobres partes de mí. Y en escritos casi nada. Un pobre porcentaje porque la realidad supera a la ficción y de momento todo es real mientras no despierte.

23.6.10

El cazador de escarabajos y la musaraña que cree en las hadas.

Me pudieron los vicios y el vertigo. Me pudo el tiempo y tu sonrisa. Me pudo pensar que te creas que lo que escribo lo escribo por ti. Me pudieron los sacos de sueños que se me han ido rompiendo a cada amanecer. Me pudo el agua oxigenada en las heridas. Me pudo este mal tiempo, esta tormenta encallada en mi techo, este pastoso calor de verano y seguirte a todas partes. Me pudo la ruina de querer ser distinto. Me pudo esperar en la sala de espera a que pasara algo más que esperar. Me pudo la nieve y los barrancos atiborrados de chatarra y piedras preciosas. Me pudo descansar en tu regazo hasta mezclar mi duermevela con tu piel y tu respiración calmada con mis sueños. Me pudo el papel y la tinta. Me pudo el intenso color azul del mar y su infinita sed. Me pudo esta desesperación y esta hambre que no cesa. Hambre de arena y barro, de pienso y ovejas, de serrín y sarro. Me pudieron todos aquellos trenes que me guiñaban un ojo al pasar pero que no paraban. Me pudo ver sangre y tinieblas, unicornios en busca de trabajo fijo y promesas que estallaban de la risa con sólo pensar en cumplirse.

Y me pudieron tantas cosas que nunca volví a salir a la superficie. Y me pudieron tantas cosas que ¿qué es lo que me queda, qué es lo que nos queda? ¿Dónde están las palabras suficientes para describir mil años de locura en una fracción de segundo? Qué me va a quedar si tú no estás. Si el día es noche. Y las noches son demasiado oscuras. Y el dolor demasiado intenso. Y la luz chillona y ambigua me recuerda a la comisura de tus labios. Y vuelvo a querer ser piedra. Y me mato y revivo, y revivo y me descompongo. Me deshago en murmullos, en un aire demasiado dramático, en una fugaz estela de inconformidades y recuerdos que no cuajan. Y las estrellas ni se callan ni dejan hablar. Y tu mirada es un fusil que dispara y dispara. Y yo estoy cansado de correr, de no dormir, de no pensar, de no querer dejar pasar las corrientes de aire que me dicen al oído escapa, sal de dónde estés, cae por cualquier pozo sin fondo que te lleve a otro lugar dónde nada sea igual, donde las baldosas sean fuego y las lámparas alumbren en los días grises. Y sin pasaporte, ni fotos de carnet ni dirección, ni buena letra, ni figuras geométricas encerradas en una expresión de disgusto. Y con las costillas a punto de romperse me disuelvo en palomas blancas con pico y patas de hierro y también me disuelvo en el líquido de frenos que no deja de acelerar. Y sin esperanza, la poca que tenía la perdí en un pestañeo, por mi adicción al juego, por mi continua irresponsabilidad con todo.

Ahora mastico los segundos, y los deshago, y me introduzco en mi estómago y no dejo de llorar jugos gástricos. Ahora pierdo el tiempo queriendo crecer y crecer hasta darme en la cabeza con el universo. Y de una inspiración aspirar todo el oxigeno del mundo y dejar de hablar con una voz que no sirve para nada. Y atizar a las telarañas con un chasquido, y salir volando, estallar en salamandras volátiles, ser un reptil. Un cazador de escarabajos que no se cansa de sentir siempre el peso de la rutina sobre los hombros, la carga increíblemente pesada de tu presencia sólo en parte. Porque estás a veces cerca pero demasiado lejos, inalcanzable, al otro lado del mundo cuando te miro a los ojos. Te miro a los ojos y reflejan un muro de ladrillos. Y dime, el tiempo vuela, nada queda aquí, y tú siempre con la misma historia llena de agujeros y remiendos, cayendo en la indecisión de bruces, repitiendo los mismos errores. Mátame o mándame lejos, tan lejos que todo esto me parezca un sueño agitado, una pesadilla que con el transcurso del día desaparezca de mi mente y con ella sus secuelas. Porque ahí estas como una musaraña que cree en las hadas. Unas hadas ruines y malditas que entre ruinas y ceniza despliegan caos y extrañas historias de amor y sangre, dónde nadie se quería, dónde todo siempre acababa demasiado mal.

Y miro a la calle desde la ventana, y ahí está el cazador de escarabajos, con su pelo desteñido por el frío, con sus guantes de cuero que ni se inmutan con las noticias de los periódicos. Haciendo su función entre la monotonía de los atascos y aludes de nieve, entre trenes y balcones, y dinamita y ojeras. Y a su lado, casi camuflándose con la atmosfera una musaraña que cree en las hadas de alas de cartón y mirada desafiante. Y llorando ambos no se encuentran a tan pocos metros. Y con la vista cansada, y con la boca seca, sus corazones dejaron de latir. Les pudo el miedo, les pudo un mal día festivo, les pudieron frases malditas, chaparrones de silencio, lo mismo de siempre.

19.6.10

El gorrión atrapado en tu cuerpo.

Vivía deslizándome de tu laringe a tu faringe, esquivando rocas, palabras llenas de caos y mandrágora, ordenadores de sobremesa y sopas de espesa materia gris. Vivía en el hueco de la escalera, entre tu aorta y tu vena cava, escavando escarabajos y baúles llenos de lágrimas de diferentes colores, escavando coches antiguos y vida alienígena, retazos de pinturas rupestres en tu yugular y demasiada electricidad estática. Me colaba sin ser visto en la conexión de tus neuronas y desbarataba tus planes de marcar barajas, de salirte con la tuya y salir del mundo para rodear el universo con tus brazos y fundirlo, de agarrar el planeta Tierra y deshacerlo todo, desatar los cordones a la Luna, marcharte sin avisar, paladear espadas y trapecios, saltos de longitud y cantidades industriales de argamasa.

Y cansado de pelearme con tus pestañas, imprimo en mis retinas extrañas historias llenas de arañas que sonríen y me ofrecen tazas de café, de farolas que guiñan los ojos y piden permiso para alumbrar los charcos de gasolina donde se refleja ese arcoíris pirómano e infeliz. Y harto de arrastrarme por tu epidermis, tatuó en tu piel la historia de mi vida, un dibujo abstracto donde con óleos te relato mis secretos. Secretos de fuego que en espiral se mezclan con el odio y se devoran, y se chillan, y se hieren hasta deshacer mis pulmones. Secretos de una invasión llevada a cabo sin éxito. Secretos llenos de nuez moscada y pimienta negra disfrazados de efecto invernadero y de licor de manzanas envenenadas.

Y sin fuerzas para seguir buceando por tus venas, salto en paracaídas a tu hígado y no dejo de beber ron y tequila, y vodka y saliva. Y luego tengo visiones donde apareces envuelta en espuma de mar y arena, de alambre de espino y balas de cañón y en esas misiones sólo quieres morder y reír, y jugar y perder. Y yo me vuelvo loco a destiempo y tú desapareces y apareces a tu antojo, llenándome de dudas y calándome los zapatos de indecisión.

Y sin ganas de mover alguna de las fichas que se mantienen dignas en el tablero de ajedrez de tu lengua, me marcho a tus muelas del juicio a ver si consigo arrancar a su esmalte alguna sentencia de muerte. Y agarrado a tus encías, estrello mis sueños contra el interior de tus labios, dando un portazo, cayendo al vacio de tu garganta, arañando tus cuerdas vocales, acabo tan perdido en tu organismo. Tan perdido, que cuando contraes lo músculos para sonreír yo estallo en cristal y hojas secas. Tan perdido que voy dejando migas de pan por tus oídos para no intentar encontrar el camino de vuelta a tu corazón. Y loco de atar y medio ciego, grabo a fuego besos y celos en cada hueso de tus manos, y construyo un gran puente colgante que une tus ojos a mi mente, y así siempre te veo volar y gritar hielo negro y sangre.

Y me arranco las plumas de mis alas contra tus costillas, aunque sigo siendo un gorrión atrapado en tu cuerpo. Buscándote, buscándome, enjaulado.

11.6.10

La macabra sonrisa de los quebrantahuesos

El viento me daba en la cara, tan frío e intenso como un beso sin amor. Y en vez de despejarme las dudas, me dejaba estancado en el mismo punto sin retorno, sumergido entre las mismas mareas de recuerdos tan amargos como es mirarte y perder la sonrisa, como saber que en algún punto, el camino se bifurca, como la coca-cola sin ron y tus pestañas sin tormentas. Y sumergido en recuerdos, recuerdo recordar que seguir aferrado a tu estela no es una buena idea, que seguir aferrado a tu imagen no me mantiene casi en pie, que me salen caries si mastico tu aliento de dragón. Y perdido entre oasis de tijeras y materia gris, me distraigo y acabo perdido en tu regazo para luego deshilarme y acabar hecho un ovillo entre tus tacones. Y a grandes zancadas sobre tu piel no avanzo un paso, y el paso a paso no lleva a ninguna parte.

Y me pierdo y me confundo, y me distraigo, y no se reaccionar, porque el viento me golpea y luego se va a otra parte, y cuando se cansa vuelve, y cuando quiere me hace compañía, para siempre marcharse otra vez y dejarme hecho ascuas, hecho turbia agua que no se adapta al vaso. Y sigo navegando entre mares enrabietados de memoria, intentando zafarme de su presencia helada, y sin conseguir avances, clavándose en mis parpados, grabándose a fuego en ellos imágenes tan antiguas que puede que fueran de ayer. Un ayer donde la sangre corría por mis mejillas, y dónde la Luna era un misterio, dónde el viento no existía, dónde la calma estaba impresa en las paredes del cuarto.

Y a estas horas no doy una, mezclando ganas de matar con ganas de dormir en el mismo coctel lleno de agujeros, y viajando sólo, tu boca es un precipicio por el que es mejor no caerse, y con un esguince en cada sueño, y con las piernas rotas mis ideas, me enfrasco en frascos de veneno y suspiro toxinas. Atragantándome con prisiones para gatos, y castillos para nadie. Escalando muros lisos, abrazando cactus que sólo son espinas que se me clavan. Mirando al Mundo desde otra perspectiva. Deshaciéndome, desfigurándome, deformándome, cansado de seguir odiando al odio, de que la mejor defensa sea un buen ataque. Naufragando en esta tierra de locos y sin querer saber nada de mañana me paso la semana próxima bebiendo agua salada y devorando alas de palomas. Y sin poder volar y tú echando el vuelo, decido refugiarme de esta lluvia de piedras en cualquier lugar, y el té verde sabe a té rojo, y la noche a lluvia, y el amanecer a tensión. Y entre tus dientes burbujea la desesperación de en realidad no saber nada. Y entre mis costillas brotan gaviotas con pistolas dispuestas para disparar a cualquiera que se acerque. Pero no cierran el pico y yo me vuelvo loco, y hasta el viento parece que no duele tanto al contacto con la piel, hasta parece que es mejor seguir jugando al escondite. Y enjaulado en una cesta de mimbre me da calambres cuando llaman al timbre, y escupiendo tuercas y tinta china escribo palabras mecanizadas que echan a correr y se escapan y llenan de fango los edificios y de ácido sulfúrico los restaurantes. Y yo escapo y termino calado de indecisión en el laberinto musgoso y tristón de todos los días, ciñéndome hasta la asfixia el peso de la atmosfera, la inconexa lógica de lo que no digo, el suave murmullo que me impide dormir por las noches, los sueños que no son sueños, las alucinaciones felices, la realidad paralela donde el café es agua y el sol está a punto de fundirse.

Y la macabra sonrisa de los quebrantahuesos es demasiado oscura. Tan oscura que no me deja ver, que la niebla se asusta y los monstruos lloran. Y escuchar llorar a tantos monstruos da hasta pena. Y sin poder gritar ya, con la voz desgarrada y llena de moratones, con las pupilas del revés, y sin saber nada del espíritu sigo cosiendo mi tela de araña artificial. Sigo creyendo en los mismos fantasmas que sólo veo yo, y sin poder saltar muy alto, sin poder resistir la continua influencia de la marea, recordando haber sido distinto en algún lugar hay alguna tormenta eléctrica, alguna invasión inventada, algún reloj con insomnio, algún libro al que le faltan paginas por leer, algún nuevo rasguño por hacerse, algo nuevo que decir y algún que otro secreto por desear no conocer.

3.6.10

La mirada asesina y la medusa rota.

El mundo seguía girando, impasible, dejándonos casi sin segundos para reaccionar. Libres y cautivos, perdiendo el tiempo, partiéndonos el corazón. Libres y cautivos al mismo tiempo, deshechos por la bruma, ciegos por la indecisión. Y cuando miraba a las estrellas las estrellas no me devolvían la mirada porque sus ojos de fuego y cristal no entendían de miradas, su campo de visión era demasiado amplio para fijarse en detalles. Y cuando miraba al mundo no lo veía girar, sin embargo giraba, y a gran velocidad como si no le importara lo que pasara dentro de su coraza de atmosfera y nubes. Y los trenes no venían y las cartas se extraviaban y las sonrisas no existían más allá de las doce. Todo era porcelana a punto de romperse.

Y las calles, invadidas por mareas negras de lágrimas y tensión, y del continuo repiqueteo de relojes y sirenas, de cambios de clima, de facturas de luz, se hacían tan estrechas que el paso se hacía imposible. Y achicando agua en el desierto de sus ojos no había razones por las cuales no prenderse fuego, y volar donde las briznas de hierba no me asfixiaran, donde su perfume no me convirtiera en piedra. Los semáforos cubiertos de cartílago escuchaban la sonata que acompañaba a las agrias historias, aquellas donde la vida pasaba deprisa, donde aferrarse a los guijarros no eran buenas opciones, donde volverse loco terminaba siendo contraproducente. Aquellas historias de una mirada asesina y una medusa rota que por más que nadaba la mirada asesina era demasiado asesina. Y la amnesia, harta de llorar, se olvidaba de beber champagne a solas para al ver las horas pasar no echar de menos. Y la medusa rota, sin tiempo ni espacio, ni ninguna dimensión por la que vagar a oscuras. Y la mirada asesina, jugando a asesinar, a veces conscientemente otras veces no hacía más daño que millones de esquirlas atravesándote el cerebro a la vez. Y la mirada asesina no dejaba de revolotear y de mirar, y de guiñar, y de saltar de azotea en azotea, dejando pestañas como recuerdo. Pero siempre, desapareciendo entre estampidas de botellas vacías y sonido de pisadas, dejando a la medusa rota más rota todavía.

Y en el desván del fin del mundo una gran hoguera invitaba a los transeúntes a saltar al fuego, y una gran tetera prometía quitar la sed. Pero la medusa rota, sin sed ni venas, sólo sentía hambre y un terrible vació. Y sólo comía tornillos y lana, y su corazón era un agujero negro que absorbía tumores cerebrales y resfriados. Y alejada la medusa, allí, en ese lugar cuya calma siempre era sospechosa, no podía dejar de romper espejos y abrirse en canal, y llenaba de brechas el horizonte, y de hematomas el furioso foso donde convergen celos y pasión. Y su garganta, atravesada por mil espadas lloraba lágrimas amargas con forma de clave de sol. Triste melodía con exceso de sal y día gris, y al desangrarse lentamente todo cobraba tanto sentido que abrumaba, como abruma estar entre demasiada gente y no poder ni moverse, como abruman las respuestas que no gustan, los momentos de decir la verdad. Y la medusa, vestida con una camisa de fuerza hecha a medida escribía sin tinta en el oleaje un mensaje de socorro. Y un océano intoxicado y cruel borraba el mensaje y se reía llenándolo todo de espuma y de algas.

Y a años luz del desván del fin del mundo, una mirada asesina feliz y despreocupada recorría con su lengua de plata el suelo lleno de cristal y pelusas de una vida que podría haber sido sino mejor completamente distinta como la montaña rusa que sube y baja, mientras gritos y adrenalina explosionan en las vertebras. Y la mirada asesina, sin sueños que soñar, miraba a una primavera, y se acercaba y se alejaba, y a su alrededor todo moría, para luego, sin decirle nada a nadie darse la vuelta, echar a correr y devorar al invierno. Y a su paso brotaba un signo de exclamación, y la estela que dejaba fumigaba la alegría, causaba el caos.

Y a tanta distancia, una mirada asesina languidecía en secreto y una medusa rota caía por el pozo sin fondo del misterio y del siguiente día.